Las naciones democráticas libran todavía una fiera batalla contra los intentos de 57 países islámicos de imponerle a las Naciones Unidas una resolución que convertiría en un delito de difamación o blasfemia toda referencia o actitud que se considere ofensiva al Islam o a Mahoma. Con ello se pretende validar las sentencias condenatorias impuestas en muchos países musulmanes contra ciudadanos acusados de difamar la religión, como es el caso actual de la cristiana paquistaní, Asia Bibi, quien sigue amenazada de ser ejecutada por ofender al profeta.

En Irán, una mujer está condenada a morir flagelada por adulterio, considerado un delito por el Islam, a pesar del repudio internacional y los reclamos de clemencia que los líderes de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y el Papa han elevado al gobierno de Teherán, en casos muy emblemáticos. Se recuerda el suplicio a que fue sometido el escritor inglés de origen indio, Salman Rushdie, condenado hace ya varios años por el líder de la revolución iraní, ayatolá Jomeini, por la novela Versos satánicos, en la que se hacen algunas observaciones al Corán. Y las reacciones de extrema violencia en casi todo el mundo musulmán por las viñetas publicadas por un diario danés sobre Mahoma, en una de las muestras más fanáticas e irracionales de intolerancia religiosa de los últimos años a nivel mundial.

La oposición a este intento de la llamada Conferencia Islámica es enfrentada en el mundo occidental como una amenaza a la libertad de expresión, fundamento básico de la democracia, esfuerzo al que se han unido instituciones multilaterales y ONGs de naciones en las que la libertad religiosa goza de todas las garantías. El Vaticano ha formulado reiterados llamamientos a favor de la puesta en libertad de la cristiana paquistaní, madre de cinco hijos, acusada de ofender a Mahoma. Pero estos justos reclamos no han prosperado.

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