Hay una ley que regula el uso de la bandera y como otras es letra muerta en el país. Pero lo peor que puede hacerse con la enseña nacional es irrespetarla, como parece fue el caso, en marzo del 2016, de un asaltante cuyo cadáver fue envuelto en ella, y de otros anteriormente, como si se tratara de un héroe nacional mientras se les exaltaban como patriota o ciudadano ejemplar, como ya hemos visto varias veces.

Ese hombre fue una víctima de sus propias acciones delictivas. La grabación de su “hazaña” la vimos por las redes y la televisión. El exgeneral que lo mató no lo hizo en un burdel o en otro lugar oscuro en el desenlace de una reyerta. El hombre cuyo cuerpo fue enterrado envuelto en la bandera, fue en compañía de otro asaltante, armados ambos, hasta la galería de la residencia del exmilitar disparándole mientras este descansaba, para despojarle de un arma con permiso legal, hiriéndole en la cabeza. La reacción del herido fue la propia y usual del hombre educado en el uso formal de las armas, y en cierto modo movido por un instinto de defensa.

Es espantoso tener que llegar a admitir la necesidad de asumir la justicia por cuenta propia. Esta sociedad encara un serio dilema. Las encuestas señalan la creciente angustia ciudadana por el auge de la criminalidad, mientras se censura a la policía por sus métodos para enfrentarla. Nadie aspira a una solución basada en “escuadrones de la muerte” empeñados en sanear el ambiente y devolverle así la tranquilidad a la gente. Pero a menos que echemos a un lado las diferencias que nos separan en el ámbito del partidarismo y hagamos causa común contra el crimen, viviremos entre un espanto y otro.

El auge de la delincuencia y la criminalidad no es sólo un problema del gobierno y de quienes las sufren en carne propia. Es un grave asunto común para todos los ciudadanos. No verlo así es un caso de incurable miopía política.

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