Necesitamos gobiernos menos interventores, sólo posible si llegaran a aceptar su carácter esencialmente normativo. Si renunciaran a la pretensión de controlarlo todo, los gobiernos podrían adquirir una mayor capacidad y eficiencia para cumplir con sus funciones reales.
Podrían dotar así al pueblo de los servicios que no han sido capaces de brindar en áreas tan sensibles e importantes como la educación, la salud, el transporte, la agricultura, entre muchas otras.
Gobiernos menos poderosos de los que hemos sufrido, ayudarían a atenuar además las ambiciones políticas. Menos gente estaría dispuesta a buscar su plena realización en el sector público. Y, naturalmente, descendería el número de patriotas y revolucionarios dispuestos a darlo todo por la nación y el bienestar colectivo de sus ciudadanos, lo que haría inmensamente feliz a buena parte de la población.
Ha quedado demostrado que en las sociedades modernas y civilizadas, entre las cuales por supuesto figuramos, el progreso, la estabilidad y el futuro mismo, guardan estrecha relación con el número de estos patriotas en reserva. Se trata de una ecuación simple: a mayor progreso y tranquilidad menor número de éstos.
En el país hay demasiados controles. Algunos han sido fomentados por seudos empresarios, empeñados en alcanzar privilegios, siempre renuentes a actuar dentro de un ambiente de competencia. La modernidad de que tanto se habla es incompatible con esta realidad, que amenaza la existencia pura y efectiva de un sistema de libre empresa. Las deficiencias que usualmente los funcionarios le atribuyen al régimen de libertad empresarial son el fruto de las medidas gubernamentales que lo hacen inoperante. Y con el pretexto de garantizar la protección de los más débiles inventan programas de caridad pública que solo sirven para profundizar la pobreza que alegan combatir.