En octubre del 2002, puse en circulación el libro El mundo que quedó atrás, en la Universidad Iberoamericana (UNIBE). El primero de mis invitados en llegar fue el expresidente Leonel Fernández, acompañado solo de su fiel y omnipresente guardaespaldas de apellido Crispín. Miré el reloj y comprobé que faltaban veinte minutos para las seis, la hora fijada para la actividad. Conversamos un rato de cosas intranscendentes y me excusé diciéndole que tenía que ocuparme de otros invitados que comenzaban a llegar. “Descuide profesor”, me dijo y se colocó en una esquina del salón, rodeado de soledad.

Fernández tenía dos años y casi dos meses fuera del poder y su imagen política estaba muy deteriorada, con acusaciones de corrupción. Muchos de sus adversarios le daban por acabado políticamente. Yo creía entonces lo contrario porque entendía que sus errores habían sido el fruto de su inexperiencia y de las malas compañías y que otra oportunidad le permitiría reivindicarse. No éramos propiamente lo que se llama amigos y la relación era relativamente reciente, pero sí teníamos una curiosa simpatía mutua que la campaña del 1996 puso al descubierto. Él me había nombrado su vocero con rango de secretario de Estado pero yo le renuncié 28 días después de su juramentación.

En la mesa directiva del acto estaban el presidente de la SCJ, el síndico de la ciudad, el rector y el presentador de la obra. Fernández estaba sentado entre el público, sin despertar atención. Le invité a la mesa. Él, con voz apenas audible, dijo que no era necesario. Ante su negativa me paré del asiento y le dije. “Doctor Fernández, si usted no sube y nos honra con su presencia suspendo la actividad”. Él accedió entonces. Las fotos en los diarios confirman cuanto digo.

Seis meses después figuraba en las encuestas entre los favoritos. Y volví a votar por él en el 2004, el año de su regreso.

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