Las diversas olas de inmigrantes europeos llegados a Palestina desde la segunda mitad del siglo 19 estaban formadas, en su mayoría, por toscas y paupérrimas familias sedientas de libertad y pletóricas de idealismo. Las comunidades ricas de judíos nunca mostraron demasiado entusiasmo por la idea de un regreso a la tierra prometida. Al igual que los grupos religiosos ortodoxos, que sustentaban la esperanza de un retorno a Sión por virtud de un mandato divino y no por el esfuerzo de los propios judíos, los hebreos pudientes de la Diáspora rechazaban, por instinto o en forma militante, el proyecto de un Hogar Nacional en la tierra de sus antepasados como una idea peregrina.

El Congreso de Basilea, a finales del siglo XIX, agregó muy pocos argumentos al ánimo de esas comunidades, dispersas por todo el mundo. Los proyectos de Theodoro Herzl, padre del sionismo, alentaron básicamente el espíritu de los jóvenes y de los judíos pobres cansados de la discriminación y de los vientos de antisemitismo que se abatían por la mayor parte de Europa. La mayoría de ellos huían de los pogromos o escapaban de las numerosas demarcaciones judías, que limitaban la vida de las comunidades hebreas a los estrechos perímetros de ghetos en la Rusia zarista y otras naciones del Este europeo. Eran pioneros en busca de libertad, sosiego y un pedazo de tierra. Palestina era el destino natural e histórico, porque allí estaban sus raíces.

En las antiguas murallas de Jerusalén y en todos los rincones de esas tierras bíblicas, la presencia y tradiciones judáicas habían logrado sobrevivir a la crueldad de extraños conquistadores al paso de los siglos. Siempre habían alentado en sus oraciones y en sus escritos, el anhelo de un retorno a la tierra que seguían considerando como la suya por 2,000 años de dispersión, matizados por cíclicas olas de vandalismo antisemita.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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