El Congreso de Basileaa finales del siglo XIX, agregó muy pocos argumentos al ánimo de esas comunidades, dispersas por todo el mundo. Los proyectos de Theodoro Herzl, padre del sionismo, alentaron básicamente el espíritu de los jóvenes y de los judíos pobres cansados de la discriminación y de los vientos de antisemitismo que se abatían por la mayor parte de Europa.
La mayoría de ellos huían de los pogroms o escapaban de las numerosas demarcaciones judías, que limitaban la vida de las comunidades hebreas a los estrechos perímetros de ghetos en la Rusia zarista y otras naciones del Este europeo. Eran pioneros en busca de libertad, sosiego y un pedazo de tierra. Palestina era el destino natural e histórico, porque allí estaban sus raíces.

En las antiguas murallas de Jerusalén y en todos los rincones de esas tierras bíblicas, la presencia y tradiciones judáicas habían logrado sobrevivir a la crueldad de extraños conquistadores al paso de los siglos.

Siempre habían alentado en sus oraciones y en sus escritos, el anhelo de un retorno a la tierra que seguían considerando como la suya por 2,000 años de dispersión, matizados por cíclicas olas de vandalismo antisemita.

El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914. Ninguna ejerció una influencia tan decisiva y perdurable sobre el carácter de la futura nación como esa segunda aliyha.

No eran numéricamente muchos. Eran escasos sus recursos. Y muy pocos de entre ellos estaban animados verdaderamente por un espíritu pionero. Sin embargo, lo que es hoy el moderno estado de Israel lleva marca de ese puñado de hombres y mujeres.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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