Los excesos de la prensa suelen ser muchas veces, en determinadas circunstancias, tan o más perniciosos para la libertad que los de un gobierno. Y sus muestras de arrogancia compiten con la prepotencia que ella le atribuye a sectores oficiales y políticos no siempre en ejercicio de funciones públicas, envanecidos con la ilusión de un poder que a la postre resulta tan efímero como la vida misma.
Tengo años advirtiendo sin éxito del peligro que para la existencia de la prensa independiente tienen algunas muestras del peor periodismo que se da en algunas estaciones de radio y televisión, con gente de escasa preparación, y con otras con muy alta educación académica, lo cual es más penoso todavía. Gente convencida de que la obscenidad es la mejor manera de llegar al público y alcanzar notoriedad en los medios; que no escatima palabras para ofender a terceros y hacer acusaciones de toda índole, sin posibilidades de probarlas. Espacios cedidos por dueños de medios a quienes se creen creadores de presidentes y a otras furiosas voces, para los cuales no hay límites de ninguna especie. Propietarios ignorantes de que la ley les hace también responsable de esos excesos.
La situación es grave por cuanto una de las labores esenciales e irrenunciables de una prensa independiente y crítica es encarar los excesos de la autoridad pública e incurrir en ellos le despoja de toda autoridad moral, e incluso legal, para asumir su importante papel en una sociedad democrática. No estoy seguro de que los directores y propietarios de medios que lo permiten están conscientes de las consecuencias, pero obviamente les resulta un buen negocio.
El asunto es que si los medios no fijan por cuenta y voluntad propia los límites de su responsabilidad, tendrán un día que coexistir con los que les fije un gobierno. Ese ha sido el caso de muchos países donde periodistas y propietarios han tenido que irse al exilio.