Cuando se alcanza cierto nivel de democracia, es dable esperar que la transparencia sea un hábito del ejercicio político. Y que esa claridad enmarque toda actividad pública dentro del marco de la ley. Pero si en el ambiente actual se llegara al ideal de transparentar el financiamiento de las campañas electorales, dudo que el país pueda ser el mismo y que los partidos y líderes reclamantes resulten ilesos.

La demanda sobre el uso de dinero de dudosa procedencia en campañas se centra principalmente sobre la mayoría de ellas, para no decir todas, para cuestionar así la elección de nuestros últimos presidentes. Y, por supuesto, de muchas otras autoridades, es decir, congresistas, alcaldes y hasta regidores.
Pero para nadie sería extraño que algunos sanedrines de la política dominicana pierdan la virginidad si llegara a lograrse esa meta, porque si algo se acepta como una verdad inconmovible como el pico Duarte es que el dinero llega a todas partes, en proporción a las posibilidades de partidos y candidatos.

De manera pues que con toda seguridad, y muy pocas excepciones, la transparencia relacionada con el financiamiento de las campañas dejaría al país estupefacto, y no encuentro otra palabra para describir la sensación que sentiríamos en caso de que ese necesario ejercicio de moralización política se hiciera sin prejuicios y, por supuesto, sin excepción alguna. El caso es que ni siquiera el uso del dinero legal procedente del financiamiento estatal se transparenta y los informes de los partidos a la Junta Central Electoral dan ganas de llorar, sin que se hable de ello en los medios.

Además, si los sobornos financiaron campañas anteriores, sería ingenuo creer que sólo fueron a un lado del espectro.

El problema es que la política nacional se ha degradado tanto que todo ha llegado a aceptarse como válido y lo único importante es ganar, sin importar cómo.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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