Para muchos empresarios, desafortunadamente, el régimen de libre empresa funciona en la medida en que se muestra tolerante contra el abuso y el afán desmedido de lucro. Y, naturalmente, deja de funcionar o no existe desde el momento mismo en que ponen en movimiento normas o mecanismos para proteger a la comunidad de acciones vandálicas contrarias a la ley y a la más elemental ética comercial o profesional.

Uno de los grandes triunfos propagandísticos de quienes combaten la libertad de empresa es el haber creado estereotipos que actúan en la mente humana en contra de su existencia misma. Objetivo principal de esa propaganda ha sido, por ejemplo, desacreditar el derecho al lucro y a la propiedad como causas fundamentales del atraso, el subdesarrollo y el sufrimiento de las mayorías. De esta manera la posesión de riqueza se entiende como producto del robo y consecuente causa de injusticia social. Y como muchas riquezas tienen origen y procedencia cuestionables, esa prédica cala en amplios sectores de la población nacional, especialmente en las de más bajos ingresos. Al defender las malas prácticas comerciales, muchos empresarios contribuyen de ese modo a desacreditar el concepto de libre empresa y a reducir la confianza popular en el sistema.

La discusión alrededor de las llamadas reformas fiscales, que hemos sufrido en años recientes, en realidad lo más lejano a una reforma, ha robustecido la tesis de quienes erróneamente creen que la libre empresa es un ámbito reservado a los grandes capitales. El hecho es que el debate ha quedado reducido a aquellos más próximos al poder, limitándolo a un simple problema de montos, echando a un lado los aspectos más trascendentales y posponiendo la posibilidad de corregir los vicios de un sistema tributario ineficiente que penaliza el cumplimiento y estimula la evasión.

De modo pues que el diálogo en torno a la reforma nos alejó de ella sin añadir adeptos a la libre empresa.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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