Cuando el presidente Luis Abinader anunció que sometería al Congreso un proyecto de ley reduciendo en un 50% las asignaciones a los partidos políticos en el año 2021, que no será de elecciones, medida con la que estoy de acuerdo, me imaginé que si viviéramos en un sistema parlamentario el tema ya habría sido, casi con seguridad, discutido entre los líderes políticos de la nación. En ese sistema, dominante en Europa, ningún primer ministro se arriesga a una derrota que implique la desaprobación de una ley importante, porque equivaldría a un voto de desconfianza y tendría que convocar elecciones o formar un nuevo gobierno de minorías.
Ocurre, sin embargo, que con muy escasas excepciones a lo largo de nuestra historia republicana, los presidentes no suelen discutir previamente con la oposición sus iniciativas legislativas, porque la desaprobación o la modificación por el Congreso de ellas no implicarían ninguna derrota política, incluso, como ha sido frecuente cuando las luchas de tendencias dividen a su propio partido y son causa de su rechazo.

Nadie se imagina aquí como normal que un jefe de Estado llame a un expresidente y adversario para consultarle una medida o preguntarle su experiencia en el manejo de una crisis que pudiera ser similar a la que en ese momento enfrenta. Y es impensable que un líder de oposición visite al Presidente en la casa de gobierno para tratarle un tema de interés nacional que requiera, por ejemplo, un acuerdo de voluntades. En una ocasión le pregunté a un dirigente opositor, en la administración pasada, porque atacaba una medida si ella encajaba con su pensar político. Me respondió que si la endosaba “me acaban en las redes”. Esa es la verdadera esencia de la política en nuestro país. Por eso nos resulta tan difícil y cuesta arriba alcanzar acuerdos sobre temas prioritarios sin llegar a sonrojarnos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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