La condición humana está caracterizada por una disparidad entre la manera en que deberíamos actuar y cómo efectivamente actuamos; entre lo que deberíamos ser y lo que realmente somos. Esta disparidad igualmente está presente en la sociedad, que es un conglomerado humano. Refiriéndose a la Italia del Renacimiento, desangrada por luchas intestinas y una élite corrupta, Maquiavelo reflexionó de manera desgarradora: “La manera en que vivimos es tan diferente a como deberíamos vivir, que aquel que contemple lo que se debería hacer, en vez de lo que (corrientemente) se hace, pronto encontrará el camino a su ruina…”. Dicho llanamente, cuando la mayoría de las élites actúa sin escrúpulos, el intentar actuar moralmente (“contemplar lo que se debería hacer”) podría significar la ruina. Además, en semejante contexto social, es aconsejable simular o guardar las apariencias, pues la mayoría solo observa “lo que uno parece ser” y no “como uno realmente es”.

No obstante, deberíamos preguntarnos: ¿Puede una sociedad convivir sobre la base de la mentira? Quizás la respuesta la encontremos llevando el argumento al extremo: si todos nos mintiéramos permanentemente, la vida social sería imposible. Más profundamente, si todo lo que percibiéramos fuera falso, la vida misma sería imposible. Basta imaginar intentar abrir una puerta que no existe, o montarse en un carro que no está. Sin embargo, en las sociedades donde la brecha moral- la diferencia entre como actuamos y como deberíamos actuar- es importante, existe una tolerancia hacia la mentira. Aun más, en sociedades como la nuestra se considera ingenioso el pretender ser varias cosas a la vez y de hecho, ninguna de ellas, lo que podríamos llamar la capacidad acrobática de los hombres. Esta capacidad acrobática se observa en la clase política, con mayor o menor gracia y pericia. De ahí, su creciente desprestigio. Pero es justo señalar que este comportamiento, de decir que somos una cosa y resultar otra, parecería abundar entre nosotros. ¿Qué importancia tienen estas reflexiones? Que para lograr el desarrollo social a que aspiramos es necesario un mayor grado de autenticidad, o sea, de fidelidad a los principios que proclamamos e integridad moral. Esto así, pues los países más transparentes, o sea, donde menos se tolera la simulación, son los que han alcanzado un mayor grado de desarrollo económico, humano y de instituciones democráticas y participativas. Además el ser auténticos es la mejor defensa a las presiones externas a la que están expuestos países chicos y débiles, como el nuestro. En este aspecto los países se parecen a los hombres. La integridad moral y fidelidad a sus principios, le permitió tanto a Mandela, como a de Gaulle, encarnar las aspiraciones y el destino de sus pueblos, a pesar de haber quedado reducidos a sus personas. En esto consiste la fortaleza del débil.

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