Es muy conocida esta frase de Voltaire: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. No en vano la libertad de expresión está consagrada en la mayoría de las Constituciones del mundo, incluso en la nuestra.
Lo señalado por el célebre filósofo francés del siglo XVIII no implica que ese derecho fundamental se use de forma inmoral y temeraria, con marcado interés en mentir o dañar reputaciones, pues en ese instante se convierte en libertinaje, es decir, en deshonestidad, indecencia y desenfreno.
En estos tiempos, por múltiples vías, el verbo “comunicar” puede ser conjugado por cualquiera, lo que tiene sus riesgos. Comunicar representa un compromiso muy grande, tenga el autor experiencia o no en ese arte. Cada expresión es una muestra de su personalidad, de sus intenciones y de su capacidad. Su opinión es guía de conducta para quien lo sigue.
El papa León XIV, en una audiencia que concedió a los periodistas en el Vaticano el pasado abril, afirmó: “…nos piden a cada uno de nosotros, en nuestros diferentes roles y servicios, que nunca nos rindamos ante la mediocridad”. Estoy convencido de que un comunicador mediocre, que no lee o investiga, puede ser igual de dañino como el que manipula la verdad o promueve mentiras.
Se debe comunicar con firmeza, entereza y dignidad, lo que no es incompatible con mantener siempre el respeto y las buenas costumbres. Evitemos a los comunicadores que borraron de su vocabulario palabras como justicia, igualdad, fraternidad, libertad, honradez, valor y trabajo. Los hay tan huidizos que prefieren no enterarse de lo cierto, porque los atormenta, los debilita emocionalmente.
Apartémonos de quienes se enfocan en comunicar nimiedades, sin exigir, sin cumplir propósitos, sin gritar, esos que caminan por las calles apenas valorando en su interior un instinto de sobrevivencia semejante al de animales domados. Me apenan los comunicadores que carecen de vida, de pasión, de ego sano; esos que se van por las ramas, que aman lo superficial, que se ciegan ante el dolor ajeno, que se adaptan a lo que les permite estar en el juego, aunque convierta su honor en una piñata, donde hasta los niños les entran a palos.
Los comunicadores irresponsables, que son minoría, deben recapacitar, trascender en el bien y tomar en cuenta que el siempre recordado papa Francisco agregó otro pecado original: el “pecado de la desinformación”. Una declaración incorrecta o manipulada puede determinar el presente y el futuro de personas, naciones y hasta del planeta, por ello el desinformar es tan o más peligroso que la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza.