Antes de la llegada de Jesucristo, muchos dijeron ser los salvadores del mundo; incluso, por la idolatría de aquellos tiempos, Moisés proclamó los mandamientos que reconocían un solo Dios. Justo cuando se pensaba que la adoración irracional a un mesías de barro eran épocas superadas, surgen ahora ciertos personajes con ínfulas de elegidos, producidos por la fantasía y con apariencia de un liderazgo forjado por supuestos seguidores. A partir de esa ilusión, van conformando una legión numerosa de adeptos que replican sus ideas y sobre los que ejercen su influencia (que de ahí les viene el nombre) y promueven una comunicación de aparente cercanía caracterizada por mensajes que buscan notoriedad a través de escándalos y lenguaje soez que luego se convierte en viral.

Si solo fuera mero entretenimiento para llenar las horas de ocio, el tema no concitaría mayores preocupaciones; pero lo que resulta grave es que esos falsos ídolos tienen la capacidad de torcer los designios de un determinado sector popular que los admira, los imita, cree en ellos y logra que se comporten como ellos decidan. A través del encanto calculado carente de toda espontaneidad, el falso profeta consigue calar en el gusto de ese público captado digitalmente, fabrica eventos desde un escenario con visos de realidad en el que disimula sus verdaderos intereses mercuriales. Entonces, manipula a su antojo el colectivo del que se considera dueño y lo negocia al mayor postor para venderlo en estudios de mercado, sondeos políticos o cualquier otra percepción, lo que lo hace apetecible como figura de arrastre.

En ese escenario, los humanos son usados cual mercancía de cambio por representar un número significativo de almas innominadas que se utiliza como símbolo de simpatías donde poco importa su opinión. Como esa multitud constituye un universo amplio y nada despreciable, va formando un eco repetitivo de la voz del dirigente que ha sabido extender lazos habilidosos de cercanía para crear la falsa ilusión de empatía, la hacerse percibir como un igual y fiel reflejo de los pensamientos, inquietudes, lenguaje y necesidades de su rebaño, tan del pueblo como el que más y tan sufrido como sus creyentes con quienes se precia de coincidir en historias y orígenes sencillos.

Ese falso redentor es tan débil como castillo de cartón y, en su percepción de ungido, puede impulsar atentados contra el orden público solo para demostrar que controla esa masa devota que le sigue como a un mesías, y llegar hasta a retar a la autoridad. El profeta es alguien llamado por Dios para hablar en su nombre como mensajero de la divinidad, no esa caricatura que se precia de redentor y no llega ni a copia al carbón.

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