Hay políticos diseñados para el estruendo. Para el mitin, el eslogan, el foco. Necesitan del ruido como del oxígeno. Raquel Peña no. Se mueve en otra frecuencia: la del paso firme, la voz baja y las decisiones que no se anuncian, pero se sienten. No busca atención. Se la gana.
No vino de las trincheras partidarias. No se formó en el barro de la militancia ni en el cálculo electoral. Vino del aula, de la empresa privada, de los márgenes del poder. Luis Abinader la eligió como gesto de equilibrio. Casi un símbolo. Y, sin embargo, lo que parecía un nombre de adorno terminó siendo un engranaje clave. Convirtió la discreción en estrategia. La sobriedad, en fuerza.
Peña llegó sin padrinos, sin deudas, sin el peso de alianzas incómodas. No traía facturas pendientes. Y eso, en política, es rareza. Es pureza. Es poder sin bulla. En un gabinete donde muchos compiten por los flashes, ella eligió otra ruta: el método. No improvisa. No interrumpe. No adorna. Hace. Ordena. Resuelve sin estrépito.
No polariza. No divide. No incendia. Pero cuando no está, se nota. Su gestión no ocupa portadas, pero mantiene en pie las oficinas. No firma reformas grandilocuentes, pero sostiene lo esencial. Su estilo no conquista por impacto: se instala por eficiencia. Trabaja sin espectáculo. Lidera sin estridencia.
En la política, lo que no grita parece que no existe. Pero Peña está. Constante. Silenciosa. Bajo el radar. Su silencio no es vacío: es control. Su perfil bajo no es debilidad: es cálculo. No quiere protagonismo porque entiende que el poder no es un escenario. Es una carga.
No tiene épica. No tiene claque. No tiene relato heroico. Pero tiene algo más difícil: respeto transversal. La escuchan empresarios, técnicos, ministros. No genera anticuerpos. No activa alarmas. No representa amenaza para nadie. Y eso la vuelve viable, en un entorno donde lo viable escasea.
¿Aspira? ¿Estará en la boleta? No lo dice. No lo insinúa. Pero está ahí. Sin apuro. Sin ansiedad. Observando. Ejecutando. Esperando. Y en un clima político marcado por la prisa, esa calma puede ser su ventaja. Porque quien no corre, no tropieza. Y más de uno ha perdido por correr antes de tiempo.
El PRM buscará mantenerse. Si Abinader no va, el partido no querrá una figura deslumbrante. Querrá una garantía. Alguien que no borre lo andado. Que no rompa equilibrios. Que asegure continuidad sin sustos. Y Peña se ha perfilado como esa figura. La que representa el cambio sin necesidad de empezar de cero.
No enamora. Tranquiliza. No promete refundaciones ni epopeyas. Ofrece algo más valioso: estabilidad. En un país agotado de liderazgos incendiarios, su serenidad empieza a sonar a revolución. Porque lo que la mayoría quiere no es un Mesías. Es que no le desmonten lo que funciona.
Peña no construye desde el discurso. Lo hace desde el oficio. No lidera por carisma, sino por eficacia. Su poder no está en lo que promete, sino en lo que evita. No es la candidata del ruido. Es la del resultado.
Es la carta sin filtros ni maquillaje. La que no ilusiona con imposibles, pero cumple con lo necesario. La que podría ganar sin desbordes. Gobernar sin fracturas. Y seguir sin traumas.
No revoluciona el juego. Evita que colapse. Y eso, hoy, no es poca cosa. Es lo urgente. Es lo imprescindible.
Pero al final, ella debe decidir. Si sigue esperando que la llamen o da el paso. Porque en política eso no pasa. El poder no se concede. Se toma.
Hasta el próximo lunes con David Collado…