En mayo me es inevitable escribir sobre Martí, un héroe que consagró su vida al más alto de los anhelos humanos: la libertad. Y quien, cuando era casi un niño, conoció el presidio y el exilio.
Su patria, Cuba, era colonia española y, precisamente allí, en la Metrópoli, estudió Derecho y Filosofía y Letras en las universidades de Madrid y Zaragoza.
Tenía una cultura enorme y un dominio del idioma innovador. Al respecto, Rubén Darío, principal exponente del movimiento modernista del cual Martí fue precursor, escribió, en un ensayo que tituló José Martí: “Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías”. Y dice, en otra parte: “Era Martí de temperamento nervioso, delgado, de ojos vivaces y bondadosos. Su palabra suave y delicada en el trato familiar, cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios. Era orador, y orador de grande influencia. Arrastraba muchedumbre. Su vida fue un combate”.
Sí, era un escritor original y un orador excepcional. Sobre su originalidad dice la poeta chilena, premio Nobel de Literatura en 1945, Gabriela Mistral, en su ensayo titulado: “La Lengua de Martí”, que la lectura de la prosa del cubano golpea “con la originalidad antes que con cualquier otra cosa. Martí es de veras una voz autónoma (…)”, y más adelante agrega: “Martí es muy vital y su robustez es la causa de su independencia”. Y luego afirma que esta originalidad “tiene estos trazos: originalidad de tono, originalidad de vocabulario, originalidad de sintaxis”.
Y, sobre su oratoria excepcional, nos dice Rubén Darío, en un ensayo que incluye el historiador dominicano Emilio Rodríguez Demorizi en una compilación que lleva por título: “Papeles de Rubén Darío” que, cuando estaba en los Estados Unidos y tenía una gran admiración por Martí, de quien esperaba semanalmente sus crónicas dirigidas al periódico La Nación, de Argentina, recibió la visita de Gonzalo de Quesada, secretario personal y albacea literario del Maestro, el cual le comentó que Martí le esperaba esa misma noche en el Harmand Hall, donde pronunciaría un discurso ante una asamblea de cubanos exiliados.
La emoción del poeta nicaragüense era extraordinaria, conocería personalmente a Martí, a quien tanto admiraba: «Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: ¡hijo!»
Luego, al escuchar el discurso, dice Darío: «Cuando concluyó, los aplausos eran una tempestad», y lo coloca como orador por encima, incluso, del gigante Emilio Castelar. Esta sensación de admiración la provocó Martí en todos, o casi todos, los que le conocieron. Al entrar en la capital dominicana a caballo, por ejemplo, le dice don Manuel de Jesús Galván: “He aquí lo que faltaba a nuestra América hasta ahora, el pensamiento a caballo”.
Eso era Martí, un intelectual comprometido con la libertad, un ser humano excepcional que, un 19 de mayo de 1895, hace 130 años cayó abatido en Dos Ríos, Cuba.
¡Grande Martí, grande!