El camino de la vida no es un tránsito fácil. Es así como desde siempre se ha visto y pensado, por eso nadie osa discutir lo que parece una verdad irrefutable.

Así nos vamos acostumbrando a que nada en la vida es sencillo. Es una firme convicción que nos hace todo más incómodo y casi imposible de lograr.

Como es un hecho que vivir no es fácil, nos hacemos a la idea de que cada proyecto o anhelo será una guerra de muchas batallas que nos será muy difícil de ganar y que nos hará perder muchas cosas valiosas en el proceso.

Cosas, pero también afectos y personas que amaremos por siempre pero que perdimos como una especie de penalidad por algún error o por causa de un orgullo enfermo, que para variar, nos hace pagar un precio muy alto.

Pocas veces o ninguna, nos ponemos a pensar en la cantidad de cosas, momentos y lugares hermosos, que nos hacen felices, que amamos, que están ahí y que forman parte de nuestra vida para hacernos este transitar más hermoso, menos complicado, menos difícil de lo que nos hemos acostumbrado a verlo, pero lo ignoramos.

Nos preparamos tanto para lo malo, para las cosas negativas, para el llanto y el dolor que estamos seguros llegarán en algún momento, que no prestamos atención a los detalles pequeños, pero llenos de bondad y felicidad que cada día nos regala esta vida, que nos empeñamos en complicar cada día, sin pensar que en realidad el camino no es tan largo como lo vemos, ni tan malo como nos lo pintaron.

En la práctica, nuestro pesimismo, la poca fe que nos queda tras cada decepción y la moribunda esperanza de un mejor mañana, son las verdaderas razones que hacen tan difícil vivir y aprender a ser feliz.

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