De forma constante somos acusados de faltar a nuestras promesas y juramentos. Del mismo modo, nosotros acusamos a otras personas en nuestro entorno de no cumplir con aquello que se habían comprometido de manera solemne.
Muchas veces, las personas, al calor de la emoción de un buen momento, impulsados por la felicidad que traen consigo los tiempos buenos, son dadas a hacer promesas.

Juran hacer o no hacer. Aseguran que estarán por siempre o dan su palabra de no regresar a algún lugar.

Hay quienes prometen todas las cosas que saben de los demás desean. Sin saber cómo, sin estar seguros siquiera de lo que se comprometen a realizar. Lo hacen, quizás, porque están felices en ese momento, porque quieren hacer sentir feliz a alguien más.

Quizás su intención primera, era ciertamente honrar su palabra, pero la práctica le hizo comprender que la tarea no era tan fácil como imaginó y tras unos pocos intentos, desistió.

También existen otros casos. Están los de aquellos que prometen para obtener algo. Esos que saben decir lo que los demás desean escuchar.

Esas personas juran mil veces que harán cosas que ni remotamente están dispuestos a realizar.

Quienes prometen movidos por la emoción, por la alegría del momento, lo hacen sin malicia, pero sin medir las consecuencias que traerán sus falsas promesas.

Sin embargo, aquellos que crean falsas esperanzas, que fomentan ilusiones que terminarán convertidas en frustraciones, actúan movidos por el egoísmos y la maldad. Esos no tienen disculpas.

En sentido general, las personas debemos aprender a pensar y entender el grado de compromiso que conlleva una promesa y solo cuando estemos seguros de poder honrar nuestra palabra, entonces prometer y asegurar solo aquello que estemos bien seguros que llegaremos a cumplir.

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