Decir: “Te perdono”, solo por terminar el conflicto, por cerrar un tema, por no seguir dando vueltas en círculos, por no continuar esperando una explicación que jamás llegará, eso no es perdonar.

Con el tiempo nos damos cuenta de que perdonamos y olvidamos la ofensa o el dolor infligido, más fácilmente cuando proviene de personas que no son tan amadas o importantes en nuestras vidas. Así es, aunque parezca contradictorio.

Y es que confiamos a ciegas en las personas que amamos. De ellas solo esperamos lo mejor, pues eso es precisamente lo que siempre les damos. En consecuencia, no esperamos de ellos algo diferente. Nuestra fe es tan fuerte, que caminamos con los ojos cerrados en lugares desconocidos, si esa persona nos lleva de la mano. Por eso, es tan difícil no sufrir cuando nos fallan y más si ese fallo implica ponernos en evidencia o en ridículo frente a otros.

Hasta este punto, solo nos detenemos en nuestro dolor, solo pensamos en hacer lo que entendemos correcto, alentados por los consejeros menos indicados: el rencor y la rabia. Estos dos nuevos “aliados”, no nos ayudan, solo nos llevan por el peligroso camino del fracaso.

Siempre, sin importar qué, es mejor perdonar el daño y el engaño, lo que para nada significa seguir aguantándolo. De lo que se trata es de salvar nuestros sentimientos, librarnos del rencor, pues este podría terminar por aniquilarnos, si de manera errónea pensamos que lastimando a quien antes nos hizo llorar, nos vamos a sentir mejor, pues en el fondo, nosotros seremos los únicos lastimados. Entonces, nuestra pretendida venganza, nos condenará a la muerte lenta de un alma en eterna agonía.

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