Sorprende la facilidad con que un niño se ríe ante cualquier gracia inofensiva, disfruta con la más ridícula de las muecas y se contenta con solo escuchar una música animada. Su contagiosa alegría surge del instinto por lo ocurrido en el momento, sin complicaciones ni poses.

La verdadera sonrisa tiene la virtud de iluminar los ojos y crear arrugas de expresión, relajar los músculos, salir a borbotones, mientras su portador se entrega al abandono, olvidándose del entorno. En relación con esa expresión facial expresaba con acierto Mario Benedetti: “Fíjese que cuando sonríe se le forman unas comillas en cada extremo de la boca. Esa es mi cita favorita”.

Esa expresión de humor se distancia de aquella circunstancial, de la actitud socialmente aceptable o la que se ofrece por puro convencionalismo. Está lejos de la apariencia fingida para lucir agrado que no llega a la mirada y se frisa en una dentadura inmóvil, simulada tras el disfraz de la cortesía y las buenas maneras; no es la máscara de algarabía constante que a nadie engaña y que solo esconde amargura.

Esas lágrimas producidas por el encanto de una estruendosa carcajada -que brota incontenible desde el pecho, que contrae el diafragma y altera la respiración-constituye una de las mejores experiencias con las que contamos en la vida y lo que nos distingue de los demás seres del planeta. Lo inesperado de su aparición, la espontaneidad del sentimiento, la plenitud de su llegada con la originalidad de un chiste o lo gracioso de una situación determinada suman años a los años. Aprender a burlarse de uno mismo, antes de acomplejarse porque lo hagan los demás, es una señal de madurez y sabiduría.

La alegría de un triunfo, la satisfacción del éxito, el reencuentro con el ser querido, la ingeniosa salida del amigo, la sorpresa de un inesperado episodio, los recuerdos de las travesuras, los gestos jocosos o el logro alcanzado por un cercano, son muchas de las razones que existen para que la alegría invada al rostro, se instale despreocupadamente, destierre los resabios y deje atrás la tristeza, frustraciones y desengaños. Por eso, Aurore Dupin decía: “Dios ha puesto el placer tan cerca del dolor que muchas veces se llora de alegría”.

Al pasar balance, detrás de cada decepción o de un tropiezo inevitable en el sendero que a cada uno le toca, aparece el equilibrio de muchas risotadas para levantar los ánimos porque, al final, lo que importa es tener más motivos para reír que para llorar.

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