Perder la vista fue, sin duda, el acontecimiento más radical que ha marcado mi vida. Por un lado, porque venía de un entorno en el que la ceguera se percibe como la mayor tragedia que pueda enfrentar cualquier persona; de hecho, decía que prefería estar muerta que ciega.

Pero lo que a simple vista podría parecer una condena, terminó siendo —paradójicamente— una forma de liberación. Me liberé del espejo, de la presión de tener que lucir perfecta, de compararme con estándares que muchas veces son imposibles de alcanzar. Y ahí, en esa libertad, encontré un tipo de seguridad que nunca antes había experimentado.

Durante mucho tiempo, confundimos seguridad con control, con perfección, con cumplir expectativas externas. Las mujeres crecemos aspirando a la imagen idealizada de Barbie, y para lograrlo, pasamos el cuerpo por una trituradora diaria, que acaba modificando incluso lo que somos como persona. Sin embargo, como se indica en Health Harvard, la autoaceptación implica la valoración de nuestros atributos positivos y negativos. Incluye aspectos como aceptar el cuerpo, auto protegernos ante críticas destructivas y la confianza en nuestras propias capacidades.

La seguridad real nace de aceptarnos como somos, no como creemos que deberíamos ser. No se trata de resignarse, sino de integrar nuestras imperfecciones como parte de nuestra identidad.

Y en ningún caso significa que dejaremos de cuidarnos física y mentalmente. Un estilo de vida saludable, acudir al gimnasio o al psicólogo forman parte de ese cuidado; pero en ningún caso significa que dejemos de lado lo que somos, con virtudes y defectos.

Hay algo profundamente humano en darnos cuenta de que no tenemos que estar completos para avanzar, ni ser fuertes todo el tiempo para merecer respeto. Esa conciencia no me llegó de golpe. La fui construyendo a través de momentos difíciles, decisiones inesperadas y aprendizajes que, con el tiempo, se convirtieron en principios para vivir.

Uno de esos momentos fue el día en que tomé una decisión aparentemente simple: girar por una calle en vez de por otra. Ese giro terminó en un asalto, un disparo y un antes y después en mi vida. En ese instante no lo sabía, pero estaba frente a lo que muchos llamarían una ruleta rusa emocional: esas situaciones en que una decisión cotidiana cambia el rumbo de todo. Al principio fue difícil y doloroso, pero luego, con la guía adecuada, comprendí que esas ruletas son inevitables y necesarias para todo ser humano. Cuando estaba en mis clases de orientación y movilidad, la profesora Ashley solía decirme: “Francina, para la autonomía no hay atajos”. De ahí en más, incorporé esa expresión a mi día a día. Tengo muy claro que, sin importar ni mi propia opinión ni los eventos ni externalidades, para el bienestar, la autonomía y la felicidad, no hay atajos. Es como ir al entrenador, los músculos solo se desarrollan con esfuerzo y constancia.

No podemos predecir todos los escenarios. Pero sí podemos prepararnos mentalmente para cuando lleguen. La psicología positiva, por ejemplo, nos habla de la resiliencia como una capacidad que no nace de la suerte, sino de cultivar ciertas actitudes: aceptación, sentido de propósito, gestión de emociones y capacidad de adaptación.

En mi proceso, fui entendiendo que ser “a prueba de balas” no es no tener heridas, sino seguir adelante con las cicatrices. Convertí esa frase —que podría sonar dura— en una declaración personal. No significa dureza, sino resistencia emocional. Es la capacidad de doblarse sin quebrarse, de reinventarse sin olvidar lo vivido.

También aprendí que la felicidad es una construcción diaria. Estudios actuales muestran que las personas que encuentran sentido en lo que viven —incluso en la adversidad— reportan mayores niveles de bienestar. Eso me hizo dejar de preguntarme “¿por qué me pasó esto?” y empezar a preguntarme “¿qué puedo hacer con esto?”. Y ahí empecé a moverme. A pesar del dolor, del miedo, de la incertidumbre. Me costó, claro. Pero entendí que la inacción era más pesada que cualquier caída. Porque incluso en medio de la tormenta, seguir en movimiento es una forma de esperanza. Y en ese proceso, una y otra vez, vamos descubriendo que nuestra historia no nos define por lo que nos rompe, sino por lo que nos reconstruye. Nadie está completamente listo para enfrentar todo lo que la vida trae. Pero todos podemos aprender a ser más fuertes, más flexibles, más humanos. Y, quizás, en esa humanidad sin adornos, sin filtros, sin perfección… encontrar la forma más honesta de ser felices.

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