Todavía queda fresco en la memoria el médico de familia –que era más tío que doctor- cuando acudía a las casas ante el menor padecimiento y recetaba cuanto fuera necesario para cualquier miembro del hogar, desde el niño por el que se le llamaba, hasta la madre o el pariente mayor. Bastaba un jarabe mágico que con dos cucharadas mejoraba la fiebre, el dolor de barriga o la inapetencia.

Los tiempos han cambiado y el médico general ha devenido en obsoleto -porque se consideraba que sabía de todo y de nada, al mismo tiempo- y dio paso a los especialistas para diagnósticos más exactos, certeros y actualizados en el amplio mundo de la salud. Sin embargo, la aspiración a la excelencia y los nuevos descubrimientos de la ciencia para el bienestar, han colocado a los pacientes en un vía crucis de consultas en el que cada padecimiento los somete a otra estación, en la búsqueda del tratamiento adecuado, mediando entre recorridos múltiples exámenes de laboratorio, resonancia, radiográficos o sonográficos que convierten la consulta en una carrera de relevo en la que se sabe cuándo se comienza, pero nunca cómo se termina.

En ese laberinto que arranca con una molestia de origen desconocido, cada resultado remite a un hallazgo que escapa a la competencia del galeno que lo recomendó quien, a su vez, lo referirá a otro y ese, a uno nuevo, hasta el infinito o hasta que, a fuerza de tanto circular, el paciente asuma estoicamente su padecimiento como forma de vida. Solo le queda resignarse, cansado de ingerir medicamentos y visitas a consultorios, entre cardiólogos, nefrólogos, endocrinólogos, gastroenterólogos, hematólogos, hepatólogos, ginecólogos o urólogos que lo hacen rodar como pieza de billar para rehuir al cirujano, como el jugador a la bola negra.

Entonces, ese leve dolor de espalda, que no se sabe si es muscular, óseo o de las articulaciones, desencadena en visitas al reumatólogo, traumatólogo, ortopeda o neurólogo, y cualquier otro con ese sufijo, para que, al final, le indiquen que todo es emocional a causa del estrés y que debe atender su salud mental. Esta recomendación le hará navegar entre psicólogos, psiquiatras y terapistas de la conducta que, después de escuchar sus desahogos por varias sesiones, le sugieren que deje sus problemas de lado. Como si evadir los compromisos diarios fuera sencillo y atendiendo lo recomendado, solo tendría que mudarse a Júpiter o a otro planeta lejano para dedicarse, por su bien, a la contemplación de la naturaleza circundante, cual filósofo de la antigüedad, con una túnica y una corona de olivo en la cabeza que, talvez no hará desaparecer sus crisis existenciales, pero sí las visitas médicas.

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