En los últimos días he escuchado y leído “pila” de tonterías (como diría Rosa mi hija quinceañera) sobre el cumplimiento de una ley obliga a leer la Biblia en las escuelas; y he vuelto a recordar una carta manuscrita personal que le escribí al Padre Avelino, un amigo ya fallecido, cuando defendió la idea de obligar a iniciar el día en las escuelas con una oración.

Le expliqué esa vez que yo soy cristiano católico porque recibí las primeras lecciones de catecismo de Mamá Gisela, que además, nos enseñó a rezar y a participar en la iglesia de nuestro barrio, la parroquia de San José de Higüey, creada por Monseñor Pepén, y envió al carismático padre Escala a dirigirla. Así floreció mi militancia, que se fortaleció en el Escuela Taller Juan XXIII, De la Salle, también creada el Obispo Pepén, el inolvidable y gran pastor de esos años. Fue el argumento para decirle a Avelino que vana es la fuerza del cristianismo si necesita imponerse con leyes del Estado.

Tomaré prestada la aleccionadora reflexión publicada por José Monegro, un hermano menor militante católico y director de El Día. El plantea todo lo que yo quería escribir, sobre el afán para que se cumpla la absurda ley. A continuación –por razones de espacio- cito sus ideas un 99%:

La legislación de referencia, entre otras cosas, manda a que las personas que darán esa instrucción bíblica sean escogidas por la Conferencia del Episcopado Dominicano y el Consejo de Unidad Evangélica (Codue), que representa a una parte de los evangélicos, pues hay otra asociación que se llama Mesa del Diálogo Evangélico; y mormones y testigos de Jehová no están en ninguna de ellas. Pregúntense cómo se decidirá que a cuál escuela va un católico o un evangélico.

Recuerden que la Biblia protestante es diferente a la católica: ¿cuál Biblia se usará? ¿Cómo se decidirá la “división de las escuelas” entre la Conferencia del Episcopado y el Codue? Luego de responder estas preguntas vayan a la Biblia misma.

Recordemos que el libro sagrado de los cristianos inicia con la creación, y la primera cualidad que según ese relato Dios le concedió al hombre y a la mujer fue el “libre albedrío”, que es consustancial a la condición humana. En la Constitución encontraremos que establece la libertad de cultos como un derecho fundamental, por lo que el Estado no puede imponer ninguna praxis religiosa.

Eso no implica una negación a que nuestra tradición y fundación como nación estén inspiradas en valores cristianos católicos. Esa libertad de culto implica que por ley no se puede disponer leer ningún libro propio de una religión, como tampoco se puede prohibir. Si aceptamos que por ley se puede mandar a leer la Biblia, estamos reconociéndole también la facultad para prohibirlo. Ambos casos serían inconstitucionales. Las escuelas regentadas por religiosos tienen la posibilidad de agregar una asignatura que llaman “formación humana integral y religiosa”, pero tampoco es obligado que la tengan.

La familia y la escuela tienen que actuar aliadas para difundir valores que son comunes como nación y que nos permitirían la construcción una mejor sociedad, pero la instrucción religiosa es del ámbito familiar. Este debate, anacrónico, me recuerda que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”.

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