La razón de ser de todo negocio es (o debería ser) la satisfacción del que consume sus bienes y servicios, de tal suerte que no solo vuelva porque se ha cumplido con sus expectativas, sino que también lo recomiende a otros para que, como él, puedan vivir la misma experiencia. Esa es la teoría, sin los destinatarios de la oferta no hay posibilidad de subsistencia de la empresa en el tiempo, porque serán los que aporten desde fuera para hacerla sostenible por dentro y que se mantenga en pie sin colapsar por iliquidez.
La Ley No. 308-05 sobre consumidor y hasta la misma Constitución en su art. 53 contemplan proteger el derecho de los usuarios a disponer de objetos y prestaciones de calidad, así como de ser informados de manera cierta, objetiva y en el momento útil, de todo cuanto podría interesarles de lo que están recibiendo.
Sin embargo, en la práctica, de poco valen la variedad de las mercancías, los precios asequibles, lo atractivo del entorno o la reputación de la marca, si se acompaña de unas atenciones displicentes del empleado de turno que prefiere su desayuno a media mañana, el mensaje del celular o la conversación con el compañero, antes que el ser humano que tiene en frente y del que depende su sueldo.
Ese comportamiento aburrido y desganado del dependiente que actúa como si estuviera haciendo un favor (y no viceversa) arruina toda la inversión en infraestructura y mercadeo del producto, al perder de vista el trato personalizado, cortés, empático y amable que amerita todo aquel que ha preferido llegar a un lugar entre tantos otros de igual y hasta de mejor categoría. Por tanto, lo mínimo que merece quien ha elegido un establecimiento y descarta los demás es agradecerle con una sonrisa de bienvenida, en lugar de ignorarlo por una serie de problemas existenciales, frustraciones y carencias del encargado que no son de su incumbencia ,quien hasta prefiere recomendarle la competencia antes que cumplir su rol.
El pretexto de que el trabajo es mucho y el salario poco no debe justificar el maltrato, la grosería o la indiferencia porque, en todo caso, siempre podría haberse quedado en su casa, antes de estar repartiendo amarguras a quien menos le concierne. Un cliente regresa en búsqueda de repetir la sensación de bienestar, de sentirse especial, de que se le llame por su nombre o se le recuerde por alguna preferencia en particular. Que piense que no es del montón o que se le está explotando como a una caja registradora porque, aunque no siempre tenga la razón, al menos se le deben dar muy buenos motivos para que quiera regresar.