Siendo apenas un adolescente, ingresamos a un colegio en las afueras de la ciudad de Nueva York. Grande fue nuestra sorpresa cuando un día se nos instruyó bajar ordenadamente al tercer sótano del edificio del gimnasio, donde en una pared estaba fijado, muy visiblemente, un cartel amarillo, con el símbolo de la radiación que produciría una explosión nuclear. Esa experiencia nos introdujo a la realidad de vivir bajo el peligro de una confrontación, que ninguna de las dos potencias enfrentadas en la guerra fría podrían haber ganado. Siendo así, todos seríamos perdedores. Este peligro resultó ser una pesada nube que se mantuvo sobre la humanidad por los siguientes veinte y cinco años, hasta que el muro de Berlín cayó. Como resultado, a principios de los años noventa, surgió la esperanza que esa confrontación que nadie ganaría sería superada. De hecho, durante los siguientes años prevaleció un clima de distensión. Sin embargo, esta experiencia tan favorable sería de corta duración. Los antiguos rivales no fueron capaces de convertir la distensión imperante en un acuerdo duradero de convivencia. Consecuentemente, los países occidentales incorporaron a la Alianza Atlántica a países que habían sido socios de Rusia: Bulgaria, Eslovaquia, Hungría, la Republica Checa, Polonia, y los países bálticos. A pesar de que los países bálticos son muy pequeños, su incorporación cruzó una línea que Rusia había advertido no debería atravesarse sin graves consecuencias: la expansión de la OTAN a sus fronteras.

Llegadas las cosas a un punto tan delicado donde se reanudó una prolongada rivalidad, nos resulta extraño que hace algunas semanas portavoces occidentales hicieran una serie de declaraciones informales e imprudentes sobre la conveniencia de integrar a Ucrania a la OTAN. Este lenguaje no tomó en cuenta las serias consecuencias de lo que implicaba, pues parecería que quienes así hablaron se olvidaron que Rusia es una potencia nuclear y que intentar acorralarla podría tener consecuencias graves, como lo han señalado expertos occidentales en geopolítica. En cierta manera podría interpretarse que el lenguaje utilizado implicaba un desafío y desdén a los intereses de Rusia, que no tardó en responder con hechos a dichas palabras, invadiendo a Ucrania y dejando un rastro de destrucción y sufrimiento humano, lo que de ninguna manera puede ser moralmente justificado.

Lo que deseamos señalar es que este conflicto se agravó como respuesta a un lenguaje imprudente. Se podría argumentar que desde un principio Rusia estaba inclinada a agredir. Aún si eso resultara cierto, el lenguaje utilizado le sirvió de excusa para actuar de esa manera. Lo que resulta más preocupante es que las partes en conflicto continúan utilizando un lenguaje inadecuado, lo que hará más difícil detener el conflicto y abrir negociaciones.

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