“No tengo partido, tengo aspiraciones e ideas claras, y el partido que quiera 20 puntos del electorado me llamará”. Con una abstención promedio de 35%, el aporte neto que haría este joven y exitoso “media mogul” dominicano de la radio FM y las redes sociales sería de un millón de votos. Algunos piensan que este emprendedor “capotillense” está sobredimensionando su capacidad de influir. Me temo que pueden estar incurriendo en un error. En un país con el peor sistema educativo de la región, no debería apostarse en contra de la capacidad de nuestros “influencers” más poderosos, independientemente de la no convencionalidad del lenguaje y gritos utilizados, de dirigir como flautista de Hamelin a cientos de miles de votantes a marcar la boleta a favor de quien él decida.

El problema no reside únicamente en la capacidad de decidir el ganador de unas elecciones sino también en el poder de veto que pueden tener estas figuras emblemáticas de la radio y las redes sociales sobre iniciativas de reformas económicas, sociales y políticas trascendentales en el marco de un Proyecto de Nación.

En los tiempos en que la prensa escrita constituía el espacio dominante para la discusión sobre los problemas nacionales y las reformas necesarias para lograr el tránsito desde una etapa de desarrollo de bajos ingresos en la que nos entrábamos a una de ingresos medios, la participación de la “muchedumbre” era prácticamente nula, a no ser que algún líder iluminado y carismático la incitase a tomar las calles para boicotearlas. En aquellos tiempos, Rafael Herrera Cabral, Germán Emilio Ornes, Mario Álvarez Dugan, Virgilio Alcántara, Aníbal de Castro y Bienvenido Álvarez Vega, entre otros, decidían quiénes podían participar en el debate en la prensa escrita, para lo cual utilizaban una plantilla implícita de méritos y calificaciones de los aspirantes a participar en el debate en la prensa escrita que, en aquel momento, era la que más influencia tenía sobre los responsables de diseñar y ejecutar las reformas. Los directores de entonces del Listín, El Caribe, El Nacional, HOY y Ultima Hora eran quienes otorgaban la visa para opinar sobre los temas fundamentales de la nación. Tenían poder de veto para limitar la incursión de la ignorancia en el debate. En otras palabras, operaban como muro de contención de la insensatez.
La radio y las redes sociales barrieron con ese modelo. “Democratizaron” el debate y abrieron las compuertas a la opinión de todo aquel que, dotado de un teléfono celular, desee opinar de lo que le dé la gana, independientemente de que haya o no estudiado a fondo el tema al que se refiere. En ausencia de controles, resultaba imposible detener la avalancha de ignorancia que hoy se pasea libremente por las redes sociales, más aún en el país de la región que exhibe las calificaciones más bajas en lectura, matemáticas y ciencias de la región en las pruebas PISA.

La liberalización descontrolada de la opinión ha complicado el ejercicio de gobernar las naciones. Los gobiernos exhiben una creciente, evidente y preocupante sensibilidad a la opinión de la “muchedumbre” que habita en las redes sociales. Esta hipersensibilidad explica la metamorfosis que ha empezado a producirse en la democracia. Con el desplazamiento de la prensa escrita por la radio y las redes sociales, la democracia ha sufrido un proceso de degeneración que la ha acercado cada vez más a la oclocracia, el gobierno de la muchedumbre, inicialmente definida como la “ley de la calle” por el historiador griego Polibio (203-120 a. C.) en sus “Historias” y luego por el filósofo, escritor y teórico político nacido en Suiza, Jean Jacques Rousseau en El Contrato Social (1762) como un proceso “degenerativo de la democracia”. El filósofo español Jesús Padilla Gálvez, en su artículo “Democracy in Times of Ochlocracy”, publicado en “Synthesis philosophica” (2017), la define como “el gobierno de la muchedumbre, es decir, la muchedumbre, masa o gentío…que, a la hora de abordar asuntos políticos, presenta una voluntad viciada, propensa a la evicción, confundida e irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno y, por ende, no conserva los requisitos necesarios para se considerada como pueblo”, el “demos” a que se refiere la democracia.

Hay dos maneras, pensamos nosotros, de mitigar el daño de la irrupción de la ignorancia en las redes sociales. El problema fundamental que hoy exhiben las redes sociales es que los receptores de opinión no disponen de información sobre la calidad del que la emite. Estamos frente a un problema de información incompleta o asimetría de información. Hace tiempo que en economía este problema fue planteado para explicar cómo pueden fallar los mercados cuando no existe información completa. George Akerlof recibió el premio Nobel de Economía en el 2001, al demostrar que cuando los vendedores (en nuestro caso, los emisores de opinión) disponen de más información que los compradores (los receptores de opinión) sobre la calidad de la opinión o información recibida, estos últimos pueden incurrir en el problema de selección adversa cuando “compran la opinión de baja calidad”. En otras palabras, si la opinión no ha sido calificada, nos enfrentamos al problema de la información asimétrica, el cual fue abordado también por Spence y Stiglitz, los colegas de Akerlof en la recepción del Nobel de Economía ese año.

La solución al problema de la información asimétrica que exhiben los medios de comunicación sin filtros y las redes sociales donde la mentira parece llevar casi siempre la ventaja a la verdad, podríamos encontrarla en el mercado de las emisiones de deuda pública y privada. Todo el que desea emitir deuda en los mercados necesita contar con una calificación de riesgo, la cual permite al comprador del bono disponer de una información lo más certera posible sobre la probabilidad de que el emisor deshonre el compromiso. Por ejemplo, si una firma calificadora de riesgo determina que una empresa o un país soberano está emitiendo un bono basura (bonos con calificación por debajo del grado de inversión, BBB en el caso de S&P y Fitch, y Baa en el caso de Moody’s), el comprador potencial de dicho bono sabe que el riesgo de impago que asume es mayor y, por tanto, exigirá al vendedor una tasa de interés o rendimiento mayor para compensar por el mayor riesgo.

Algo similar podría utilizarse para los emisores de opinión en las redes sociales que deseen contar con una calificación de opinión otorgada por firmas que se dediquen a eso. Lo primero que debemos aclarar es que posiblemente la mayoría de los emisores de opinión opten por no ser calificados. Deben tener derecho a eso. Sin embargo, los receptores de la opinión dispondrán de la información de que la misma ha sido emitida por una persona que no ha sido calificada. Un NC (no calificado) aparecería luego del nombre de la cuenta en las principales redes sociales (Facebook, Youtube, Instagram, X, entre otras). Para los que deseen ser calificados, podría utilizarse una métrica de 0 a 10, donde 10 sería la mejor calificación. Las firmas utilizarían métricas basadas en los criterios que consideren adecuados, entre los cuales podrían estar premios recibidos por el emisor (Nobel, Abel, John Bates Clark), publicaciones de artículos en revistas científicas y especializadas, libros publicados, grado académico máximo recibido, universidad en la que lo obtuvo, reconocimiento como autodidacta ilustrado, experiencia acumulada en la rama de dominio (profesor, ejercicio profesional), entre otros. La única diferencia es que el receptor de la opinión contaría con una información muy valiosa: la calidad del emisor de la opinión sobre el tema abordado. Todos tendrían el derecho a seguir opinando y los receptores, dotados de información completa, decidirían la ponderación que le otorgarían a la opinión de un organismo unicelular (emisor con calificación 0-1) versus la que conferirían a personas del calibre de Frank Moya Pons, Bernardo Vega, Jaime Aristy Escuder, Flavio Darío Espinal y Cristóbal Rodríguez, entre otros.

Los gobiernos democráticos del mundo deberían ser los más interesados en estimular el surgimiento de firmas privadas que se dediquen a calificar a los emisores de opinión pública. De esa manera, los receptores dispondrían de información que les permitiría diferenciar entre una opinión sensata, educada y ponderada y una opinión “basura”. Los gobiernos autoritarios y de partido único, por el momento, no tienen que hacer frente a este virus causante de la mutación de la democracia hacia la oclocracia. La regulación de los medios de comunicación y las redes sociales que imponen es intensa. Xi Jinping parece estar claro de que, en un país con 1,410 millones de personas, 140 programas similares al fenómeno Alofoke Radio Show, sepultarían la autocracia china y allanarían el camino a una oclocracia que generaría un nivel de incertidumbre en la geopolítica global mayor al que tenemos.

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