Abogados y verbos

Antes, el abogado era sinónimo de diccionario ambulante, de Cicerón, de alguien que decía palabras domingueras que el vulgo no…

Antes, el abogado era sinónimo de diccionario ambulante, de Cicerón, de alguien que decía palabras domingueras que el vulgo no entendía, pero que sonaban bonitas y exóticas. Así, el leguleyo conquistaba las masas y hasta el amor más imposible.

El verbo era su caballo de batalla. Se destacaban por ser “mueluses”. Eran los únicos que escribían en revistas y periódicos. Sabían de todo, o al menos eso aparentaban. ¡Ay! Pero todo cambió. Hemos decaído bastante, hasta el grado de que incluso los economistas juran que son más preparados que nosotros, cuando es bastante conocido que los economistas sirven tanto para controlar la economía, como los meteorólogos para controlar el clima.

Es posible que la razón de nuestro declive sea la proliferación de universidades que gradúan abogados como caña pa’l ingenio, resaltando que cada dominicano se considera un abogado en potencia. Por ello se debe regular nuestra profesión, y marcar la diferencia, por medio de pasantías reguladas, entre ser licenciado en derecho y ser abogado, que son cosas muy distintas.

Resaltemos también que en un mundo donde impera la tecnología, no es de extrañar que la mayoría de los abogados que sobrepasan los 45 años tienen serias dificultades con la informática.

Pero lo más triste es el cambio en nuestra forma de expresarnos, donde el descenso es penoso. ¿Acaso ustedes, incrédulos, desean datos sobre la realidad cervantina de los abogados de hoy en día? Les daré tres ejemplos vividos.

Dos abogados discuten sobre una herencia. No hay acuerdo. Se alteran y uno de ellos le grita al otro: “Ya me cansé de discutir, si usted quiere litigiar, pues litigiamos, y le voy a decir pedagógicamente que usted está abusando de los abusos, que su cliente es un desinquieto con las mujeres, que lo que quiere es desengañar a su esposa negándole lo que no le pertenece”.

El segundo caso es patético. Es el de un picaplietos sanchopancino que se dirige al juez de la siguiente manera: “Honorable magistrado, le hagamos la observancia, con el respeto de la concordancia, resaltando la benevolancia (era un poeta frustrado) del tribunal…”.

Los abogados tenemos la fama de complicar las cosas, logrando, generalmente, enredarnos nosotros mismos. Uno de éstos expresó, y yo era el juez:

“Magistrado, pregúntele al testigo que le diga a usted lo que él me dijo y yo le dije que se lo dijera, que él sabe muy bien lo que tiene que decir que es lo que yo le dije después de lo que él me dijo”.

Algunos dirán que me clavo el cuchillo con este artículo porque soy abogado. No me importa, nadie puede criticarme, porque “habemos” abogados que hablamos muy bien.

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