Arturo Pérez-Reverte: Cuatro héroes cansados (1 de 3)

[Arturo Pérez-Reverte (o mejor dicho, Alejandro d’Artagnan Pérez-Reverte), me devolvió la infancia con sus novelas de capa y espada y de espadachines sin capa (“El capitán Alatriste”, “El húsar”, “El maestro de esgrima”…), pero…

[Arturo Pérez-Reverte (o mejor dicho, Alejandro d’Artagnan Pérez-Reverte), me devolvió la infancia con sus novelas de capa y espada y de espadachines sin capa (“El capitán Alatriste”, “El húsar”, “El maestro de esgrima”…), pero sobre todo por su admiración por Alejandro Dumas, a quien rinde tributo en una de sus mejores novelas (“El club Dumas”) y en escritos como “Fatalidad y “Cuatro héroes cansados” (incluidos en su “Obra breve 1”).

El primero describe un “regreso” literario al castillo de If, donde el Edmundo Dantés que sería conde de Montecristo estuvo injustamente preso unos veinte años, enterrado en vida, más bien. A juicio de Pérez-Reverte, un juicio que comparto, “La grandeza de ‘El conde de Montecristo’ reside en que su venganza, la única justicia posible en aquel y en este mundo de tahúres y sinvergüenzas, también es la nuestra”.

“Cuatro héroes cansados” es una apología de la trilogía que recoge las venturas y desventuras de “Los tres mosqueteros” y que a muchos parecerá cursi y sentimental y a mí no me importa que lo sea.

Pérez-Reverte, al estilo de Alejandro Dumas, escribe novelas de folletín, pero es también un académico de la lengua. El más malhablado, según se dice, de los académicos que luchan por la pureza de la lengua. (Sí, habla y escribe a menudo en “lengua vulgar”, y no me refiero a “lengua derivada del latín”). Escribe también libros sobre la condición humana como “Territorio comanche” y “El pintor de batallas”, y también artículos de opinión. Los juicios filosóficos históricos y literarios de este crítico implacable del mal llamado homo sapiens distan mucho de ser triviales, superficiales. PCS].

Cuatro héroes cansados
(primera parte)
Lo encontré por primera vez cuando era joven e impulsivo, inexperto provinciano, montado en su jaco amarillo para rechifla de los paisanos y de los agentes del cardenal Richelieu. Y cuatrocientos veinticinco capítulos después de que entablásemos conocimiento en Meung-sur-Loire aquel primer lunes de abril de 1626, cincuentón y resabiado, curtido en mil peripecias, cuando por fin estaba a punto de conseguir el bastón de mariscal frente a las murallas y trincheras de Maastrich, me lo mató una bala holandesa. De estar vivo para comentar el suceso, Athos nos habría mirado con aquellos ojos serenos donde, al emborracharse, aparecía la imagen de Milady, diciendo que era una más de las jugarretas del destino. Porthos habría soltado una risotada jovial, quitándole importancia a ese incidente de morirse. En cuanto a Aramis -el único de los cuatro que no murió jamás- habría asentido en silencio desde la penumbra, como si todo estuviese escrito de antemano en un libro secreto que él tuviera en su poder. La verdad es que resulta curioso. Hace treinta y dos años que, de los cuatro, d’Artagnan es mi mejor amigo.Y ahora caigo en la cuenta de que nunca conocí su nombre de pila.

“El d’Artagnan de ficción murió soltero, era tacaño y tuvo poco éxito con el dinero y con las mujeres”.

Hay libros tan íntimamente ligados a viejas imágenes, olores, sensaciones, que resulta imposible abrirlos de nuevo sin que, de golpe, reviva todo ese fragmento de pasado que acompañó su primera lectura. Si el solar de un hombre lo constituyen, sobre todo, la memoria y los recuerdos de infancia, ciertos libros, los que más huella dejaron o acompañaron momentos decisivos de sus años transcurridos, terminan adoptando ellos mismo, con el paso del tiempo, el carácter de bandera o de patria. Esto ocurre a menudo con ciertas páginas leídas en años fértiles, cuando la imaginación de un muchacho aún mantiene, por fortuna, difusas las fronteras entre realidad y ficción que después, tan cruelmente, delimitará el mundo de los adultos razonables. Hermosos y nobles libros limpios de corazón, fieles no a lo que ven o hacen los hombres, sino a lo que los hombres sueñan.

Son tres los libros que por diversas razones y circunstancias, más veces he releído en mi vida: La cartuja de Parma, La montaña mágica y el ciclo completo de la andanzas de d’Artagnan y sus amigos, que incluye Los tres mosqueteros, primera para y la más conocida, que antecede a Veinte años después y a El vizconde de Bragelonne. De todos ellos, el primer descubrimiento, el primer amor, la primera y temprana pasión corresponde sin duda, a la trilogía escrita por Dumas. Todo arranca de un jovencísimo lector de nueve años que descubre cuatro antiguos volúmenes encuadernados en piel en la biblioteca de su abuelo, y se fragua en días de lluvia y gripe en la cama devorando páginas, o largas tardes de verano a la orilla del mar. Así nació una pasión que me ha llevado hasta el extremo de rastrear después, en polvorientas librerías de viejo, antiguas ediciones por entregas, folletines canónicos a dos columnas y en mal papel, o facsímiles de los periódicos donde esas historias fueron publicadas entre 1844 y 1850, con las ilustraciones magníficas de Leloir, La Neziere, Desandre y Neuville. Y aún hace nada, un par de años, a principios de 1991 y en plena guerra del Golfo, cuando remontaba con un equipo de TVE la carretera de Kuwait entre pozos de petróleo en llamas, en la mochila viajaba conmigo el segundo volumen de El vizconde de Bragelonne, y en mi cabeza se mezclaban las imágenes de la batalla y la hora de cierre del telediario con las intrigas de los amigos de d’Artagnan, el secuestro de Luis XIV y el misterio de la Máscara de Hierro.

Alejandro Dumas, ese escritor jovial y vividor, que se arruinó y enriqueció varias veces en su vida, gastándose el dinero en juergas, viajes, banquetes, flores, lujosas residencias y bellas amantes, fue el hombre más leído de su tiempo. Lo que hoy llamaríamos un best-seller, con fama muy superior a la que tendrían Stephen King, John Le Carré, Lapierre y Collins y todos los grandes fabricantes de éxitos del mundo moderno. En el siglo pasado, a Dumas lo leían desde Nueva York a Vladivostok, y se llegaban a fletar barcos para transportar rápidamente sus obras, que el público devoraba con avidez. Contaba con dos virtudes: una extraordinaria capacidad para apropiarse de historias ajenas y adaptarlas a su voluntad, documentándose en todas partes, y un talento abrumador, definitivo, que convertía en aventura y emoción todo lo que tocaba. Llegó a tener como colaboradores a escritores de talento; pero ninguno de éstos, al separarse de él, logró triunfar en solitario. Dumas era la magia. Dumas era, y sigue siéndolo para muchos, la Novela con mayúsculas. La novela popular, la peripecia, el folletín por entregas que tenía al lector con el alma en vilo hasta la siguiente entrega. Escribió siempre, hasta casi su muerte.
Doscientos cincuenta y siete tomos de novelas, memorias y otros relatos y veinticinco volúmenes de obras teatrales. Murió en casa de su hijo Alejandro, el autor de La dama de las camelias, dulcemente. Su hijo hizo de él este epitafio: “Ha muerto como ha vivido. Sin darse cuenta”.

“Los tres mosqueteros”, con su continuación “Veinte años después” y “El Vizconde de Bragelonne”, fue su obra más famosa, junto con “El Conde de Montecristo” Pero, a pesar de su imaginación, Alejandro Dumas no inventó el personaje de d’Artagnan. Durante una visita a Marsella, el escritor pidió prestado un libro que después nunca devolvió, y que le daría fama inmortal. El libro eran las “Memorias de d’Artaganan”, la historia de un oficial de mosqueteros, escrita por un tal Gatien de Courtilz de Sandras, un aventurero que vivió a finales del siglo XVII y narró las supuestas memorias de un personaje real: Carlos de Batz Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, como en la novela, fue mosquetero, aunque no vivió durante la época de Richelieu sino en la de Mazarino, y murió en 1673 durante el asedio de Maastrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal. Dumas tomó de las memorias de Courtilz todo cuanto le apeteció para la novela, adaptándolo a sus necesidades novelescas.

Porque Dumas era un tramposo; un hombre con una extraordinaria capacidad para alterar los hechos en beneficio de sus historias. Fíjense en Richelieu, sin ir más lejos. Armando Juan du Plessis fue el hombre más grande de su tiempo, el que estableció los fundamentos del Estado francés y su hegemonía frente a España; pero tras pasar por las manos de Dumas, que necesitaba de un malvado para su novela, quedó para siempre con la catadura de un villano. Eso era típico de Dumas, que, cuando lo acusaban de violar la Historia respondía: “La violo, es cierto. Pero reconozcan que le hago bellas criaturas”.

De esa forma, tomando de una parte la vida del d’Artagnan auténtico y mezclándola con datos y anécdotas salidos de otros libros de memorias e históricos de la época, Dumas y su colaborador Augusto Maquet compusieron la narración de los mosqueteros, que se publicó en del diario Le Siècle por entregas: Los tres mosqueteros, del 14 de marzo al 11 de julio de 1844; Veinte años después, del 21 de enero al 28 de junio de 1845; El vizconde de Bragelonne, del 20 de octubre de 1847 al 12 de enero de 1850. El éxito fue inmediato, inmenso, extraordinario e internacional, y situaría la obra de Alejandro Dumas entre los autores más leídos en la historia de la literatura universal.

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