Cadencias y decadencias (1 de 2)

Disertación sobre ‘Artistas veganos’, dentro del Ciclo de Conferencias ‘Orgullo de mi Tierra’, auspiciado por el grupo empresarial González Cuesta con la finalidad de exaltar los valores y las usanzas regionales de la República Dominicana.&#823

Disertación sobre ‘Artistas veganos’, dentro del Ciclo de Conferencias ‘Orgullo de mi Tierra’, auspiciado por el grupo empresarial González Cuesta con la finalidad de exaltar los valores y las usanzas regionales de la República Dominicana. (Fórum Pedro Mir de la Librería Cuesta, 27 de julio del 2012).

Antes que nada, debo señalar que nací en un lugar, en un punto de la realidad que ya no existe. Como quien emergiera de la corriente de Heráclito, La Vega que ahora soy capaz de evocar, aquella de los años 40 y 50 del pasado siglo, es apenas un difuso espejismo que asoma y se desvanece, para luego resurgir entrecortadamente del extravío. Por diferentes razones puedo afirmar que aquella apacible y civilizada colectividad desapareció, se extinguió como sombra furtiva en un borroso e inexplicable crepúsculo.

Trataré ante ustedes, así, de emprender un viaje fuera del tiempo, un recorrido intemporal en el que se superponen las figuras y los hechos, las circunstancias y los individuos de aquel indecible lugar que sobrevive en mi recuerdo. Será un relato construido con la materia tenue y apurada de la reminiscencia. Hablaré, tal es el tema de esta tarde, de artistas que tuve el privilegio de conocer, así como de otros cuya transitoriedad vital no coincidió desafortunadamente con la nuestra. Podría creerse, así, y dado que el tiempo es una de las dimensiones del deseo, que aquellos personajes, de algún modo, anduvieron conmigo por las calles amables de la ciudad de mi niñez y de mi naciente mocedad.

Son las cinco de la madrugada de un 27 de febrero. A cierta distancia se escuchan los tambores y los platillos, los saxofones y las trompetas que entonan la alborada “Despertando a La Vega”, escrita por el maestro puertorriqueño/español José Curbelo, director de la primera banda de música del pueblo. Curbelo ha llegado a La Vega en el 1882, con una asignación de $45 mensuales para dirigir un grupo de 30 músicos, cuyo instrumental adquirió en Europa la benemérita sociedad La Progresista. Dos años más tarde, el maestro Curbelo presenta su renuncia y lo sustituye don Julio Acosta, quien había tocado, como flautista, el Himno Nacional de José Reyes en el teatro La Republicana, antes de su estreno oficial.

Luego del maestro Acosta, la dirección de la banda de música se transfiere al maestro don Elías Brache Soriano, y más tarde al distinguido compositor musical y eximio instrumentista español don Manuel Puello. A la salida de Puello, en el 1900, entra a escena alguien a quien se le llamará, con justicia, el ‘Padre de los músicos veganos’: el maestro Francisco Soñé, don ‘Pancho’ Soñé.

Pero casi diez años antes de la entrada de Pancho Soñé a la dirección musical de la banda y la academia de música, ya se escuchaban las notas del primer piano traído a La Vega, en el 1891, por el cura párroco Adolfo Alejandro Nouel. En los años siguientes, alrededor de una decena de nuevos pianos ingresan al pueblo, adquiridos por don Zoilo García, don Silvestre Guzmán, la profesora holandesa Simonita, doña Rosa Weber, el doctor Narciso Alberti Bosch, el maestro Francisco Soñé, el Club Camú, el Club de la Juventud y el Club de Damas.

Si se piensa que la ciudad no tendría más de tres mil quinientos habitantes en el 1900, podríamos deducir el vigoroso efecto cultural, el impacto sobre el desarrollo de la sensibilidad artística que constituyó la disponibilidad de un instrumento de tal naturaleza por cada 300 habitantes, esto es, uno en cada 50 o 60 familias de la época. Tal proporción equivaldría, imaginemos, a la existencia (absurdamente inalcanzable) de unos 800 pianos en la ciudad de hoy, en el entendido de que  250 mil individuos residen actualmente en los límites urbanos de La Vega. Quizá podamos intuir con este simple guarismo la diferencia profunda, el gran abismo que media entre aquel espacio civilizado de principios del siglo XX y el ruidoso y agreste devenir vegano de nuestros días.

Entenderíamos también, de este modo, el porqué del advenimiento en La Vega de músicos con la categoría de Juan Espínola, discípulo de Soñé, y uno de los mejores clarinetistas, compositores y arreglistas del país, cuya orquesta Lira Vegana fuera elogiada por el poeta Fabio Fiallo y por el eminente maestro don José de Js. Ravelo. Juan Espínola fue el primer músico que tocó merengues en un baile de sociedad antes del 1915, en el Casino Central de La Vega, y se conoce también que fue el primer músico dominicano al cual la compañía Víctor le grabara sus composiciones.

Con similar argumento podría juzgarse la aparición del maestro Rafael Martínez Alba, don ‘Fello’ Martínez, flautista y pianista, compositor y pedagogo, discípulo por igual y sucesor del maestro Soñé en la dirección de la banda municipal y la academia de música de La Vega por más de 40 años.

Ahora debo hacer un paréntesis y señalar que fui alumno de música de don Fello Martínez Alba, además de ser su discípulo de Historia Universal en la Escuela Normal de aquellos años. Pero, más que nada, y pese a la diferencia entre nuestras edades, fui su amigo y compartí con él largas noches de conversación acerca del pensamiento griego, del filósofo francés Camille Flammarión y del utópico socialismo en que don Fello creía, como fruto de su aprendizaje con el maestro Pancho Soñé. En mis adentros, don Fello ocupa el lugar inviolable de un mentor: lo fue en la música, en la escuela, en el estudio de los cimientos culturales de la humanidad, en la bonhomía y, quizá lo más importante, en el laborioso y comprometido arte de existir.

Después de esta divagación, volveré al tiempo inasequible de los recuerdos.
El pensamiento clásico establece como Bellas Artes seis formas de expresión: la Arquitectura, la Escultura, la Pintura, la Declamación (que comprende la poesía y la literatura), la Danza y la Música.

Hubo en La Vega, durante la primera mitad del siglo XX, testimonios tan numerosos como meritorios que abarcaban el extenso campo de las seis formas tradicionales de las Bellas Artes.

Antes de finalizar el siglo XIX, esto es, en el 1896, don Zoilo García inició la construcción de una fastuosa residencia que luego, con el tiempo, se conocería como el “Palacio de don Zoilo”. Esta voluminosa edificación fue diseñada por el arquitecto cubano Abelardo Lago, graduado en la Barcelona del mágico Antoni Gaudí. La obra estaba ornamentada con arquitrabe, frisos y cornisas, a la manera grecorromana.

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