Hemos visto con sorpresa el reporte del departamento de Familias y Menores en la provincia Santo Domingo, sobre violencia intrafamiliar, donde se registran cada mes no menos de 200 denuncias.
Sabemos de los problemas que surgen en los hogares de estos tiempos. Niños golpeados por sus padres, peleas entre hermanos, parejas en conflicto, etcétera. Algunos no son nuevos. Forman parte del histórico de violencia doméstica. Nomás ayer, vimos cómo un individuo se encerró en su habitación y se prendió fuego junto a la persona que pretendía mantener bajo su “amorosa opresión”. El día anterior, una mujer logró sobrevivir, según su relato, a su ex marido, que la obligaba a mantener una relación.
¿Cómo explicarnos estos hechos? ¿Un reflejo de una sociedad, donde la violencia es un recurso expedito? Pero se supone que la familia es la unidad esencial, refugio de un entorno exterior a veces hostil.
Naturalmente, lo que decimos no significa que creamos que todas las familias vivan bajo un ambiente de violencia. Imposible. Pero perturba, inquieta la frecuencia con que las denuncias llegan a la justicia. Y se sabe muy bien que las mismas sólo reflejan un porcentaje mínimo de la sociedad. Es como la violencia de los asaltantes de baja cuantía, que se queda en la familia afectada, en el vecindario o en el anecdotario laboral o familiar.
Pero la preocupación que nos atañe merece atención. Que un menor termine en una Fiscalía, a consecuencia de abusos, o que un hermano se querelle contra otro, sugiere que el afectado está al borde del peligro.
¿Cómo encarar esos problemas, que no están fácilmente al alcance de los órganos llamados a manejarlos? Requieren una respuesta de la sociedad, en su más variada expresión: las personas individuales, las familias, las organizaciones sociales y barriales. Es necesario trabajar para cambiar esa cultura de violencia.
