El hombre que no estaba (2)

El recinto se levantaba en un solar baldío, sin árboles y sin cerca, junto a montones de basura donde los perros y las ratas se disputaban restos de comida, y a veces sobrantes de vísceras humanas, las vísceras de seres destripados por exceso…

El recinto se levantaba en un solar baldío, sin árboles y sin cerca, junto a montones de basura donde los perros y las ratas se disputaban restos de comida, y a veces sobrantes de vísceras humanas, las vísceras de seres destripados por exceso de celo en el cumplimiento del deber, la faena de castigo.

Los escasos vecinos se marcharon del barrio mucho antes de que terminara la construcción del recinto, y algunos lo hicieron con tanta prisa que abandonaron los muebles y los animales domésticos. Pero Flaubert era hombre de otro temple. Tozudo, terco o testarudo, creía en las leyes de Dios y de los hombres y además conocía sus derechos, y también –por no parecer insignificante- contaba con amigos en el gobierno para cuando pudiera necesitarlos. Por el momento, sin embargo -sólo por el momento-, prefería enfrentar la situación a título personal, como una especie de reto, una prueba de entereza moral y espiritual que le imponía el destino.

Por eso aceptó, en principio, la soledad y el acoso, los gritos, los ladridos de los perros y las burlas y los disparos y las explosiones durante las prácticas militares, los bocinazos en la madrugada y la sirena puntual del mediodía, por eso aprendió a convivir con la suciedad y el hedor de los pájaros en descomposición, y en cercanía de guardias maleducados que le dirigían la mirada con aire de sorna comedida y que si no le negaban el saludo tampoco parecían tenerle el mínimo respeto a su condición de civil civilizado.

Con la misma entereza había soportado Flaubert la destrucción del jardín y la invasión de su privacidad en el más amplio sentido de la palabra. Pero he aquí que un nuevo ingrediente se sumó a su rosario de calamidades el día en que los guardias instalaron un equipo de altoparlantes para difundir merengues y bachatas por los alrededores, a pesar de que nadie vivía ya por los alrededores. Merengues y bachatas, sí señor, veinticuatro horas de merengues y bachatas a todo volumen, cuando no proclamas militares y discursos gobiernistas.

Definitivamente las cosas habían llegado a un límite. Flaubert ya no podía dedicarse a sus estudios de música y ni siquiera concentrarse en la lectura. El cuarto de música, contiguo a la sala de los muertos, lucía desolado, mudo y desolado. Sobre el piano, en el ángulo oscuro, silencioso y cubierto de polvo, veíase un libro igualmente silencioso y polvoriento: Meditaciones morales de María Martínez de Trujillo, dedicado por la propia autora al padre de Flaubert. ¡Su libro de cabecera que hacía meses no tocaba!

La paciencia de Flaubert no era infinita, desde luego, y un buen día decidió ir a quejarse con el comandante del recinto militar contiguo. Para su sorpresa, éste lo recibió en términos de la mayor amabilidad y cortesía, y lo invitó de inmediato, señor Flaubert, por favor, a que tomara asiento. Le dijo que era un placer, por supuesto, contar con su presencia, que era un placer conocerlo, que era una grata ocasión, que a qué debemos el  honor de su visita, señor Flaubert? Incluso le ofreció una taza de café que Flaubert, gentilmente, declinó.

Embutido en su flamante uniforme de campaña, el comandante tenía un aire zalamero, buen porte y finos modales. Era alto, robusto y moreno (más bien mulato lavado, mulato de verde luna). La voz grave, timbrada, voz de clavel varonil. Los párpados entornados, los ojos claros, serenos, ojos de un dulce mirar, arrebolados.

Flaubert pidió permiso, con el mayor respeto, para expresar sus quejas, mi comandante, su pesadumbre por hacerle perder el tiempo con nimiedades, comandante, y dio inicio a un pálido recuento de las cosas que estaban ocurriendo posiblemente a sus espaldas, comandante, cosas que usted seguramente ignora, mi comandante.

La expresión del comandante cambiaba en la medida en que Flaubert enumeraba los hechos, pasando de la curiosidad a la sorpresa, el asombro, y al final se declaró, en efecto, ignorante y sorprendido –primero ignorante que sorprendido. ¿Balaceras, señor Flaubert? ¿Actitudes irrespetuosas, señor Flaubert? ¿Escándalos, señor Flaubert? Me temo que eso es imposible, señor Flaubert. Tenga presente que este es un destacamento modelo, señor Flaubert, aquí la disciplina es férrea, señor Flaubert, para servirlo a usted como ciudadano, a usted, a Dios y a la Patria, señor Flaubert.

Flaubert volvió a la carga insistiendo en la realidad de los hechos, comandante, y desde luego sin ánimos de ofender a una institución  que tanto admiro y respeto, comandante, pero igual ocurría en la época del Jefe cuando se cometían tropelías en su nombre sin que él se enterara siquiera, comandante.
Esta vez el comandante escuchó los motivos de Flaubert con un asomo de disgusto. Las emociones que se dibujaban en su rostro ya no componían la misma máscara de finos modales y su mirada se tornaba fría, displicente. Le respondió que cosas así no sucedían en la actualidad, señor Flaubert, y que además lo notaba tenso y nervioso, señor Flaubert, a lo mejor es fruto de su imaginación, señor Flaubert. Una copita de anís le vendría bien.

Tampoco en esta ocasión Flaubert acepto el ofrecimiento, e incluso perdió momentáneamente la compostura, incurriendo en un exabrupto al mencionar algunos de los sucesos más graves por sus nombres. Sin eufemismos ni tapujos.

¿Insolencias? ¿Torturas? ¿Aullidos y ladridos? ¿Escándalos? ¿Disparos contra su casa? ¿Pájaros apachurrados? Pero esas son acusaciones muy serias, señor Flaubert. Serias y graves, señor Flaubert, habría que presentar las pruebas.
Como Flaubert se empecinara en demostrar sus afirmaciones con ejemplos concretos, el comandante le respondió que al máximo -a lo sumo- se trataba de un error de apreciación. Sepa usted, señor Flaubert, que las prácticas militares incluyen simulacros de combate y tiroteos con balas de salva, cantos de guerra y consignas a viva voz o para entrenar a las tropas y a los perros, señor Flaubert. Quizás por lo uno o por lo otro dan la impresión equivocada, sobre todo a los ojos de un civil, como usted, sin conocimientos de asuntos militares.

Flaubert abrió la boca para expresar de nuevo su desacuerdo, pero el comandante lo paró en seco, haciendo un gesto con el que daba por terminada la conversación y se quedó mirándolo de frente, con ojos taimados y vidriosos. Flaubert no podía creerlo. Aquellos ojos claros de mirar sereno lo miraban ahora con ira. Entonces decidió poner en práctica un último recurso desesperado y lo invitó al comandante a visitar su humilde morada para comprobar in situ la veracidad de sus afirmaciones. Esta vez la respuesta fue un manotazo sobre la mesa de caoba que le servía de escritorio al comandante.

Está usted divariando, señor Flaubert. ¿Se siente usted bien, señor Flaubert? Déjeme decirle que lo noto cada vez más tenso y nervioso. Un trago de ron no le haría daño.

Flaubert rechazó la insinuación y rechazó la invitación, pero el comandante le aconsejó que de cualquier manera debía usted visitar a un médico, señor Flaubert, tanta ansiedad podría ser peligrosa para su salud, y volvió a ofrecerle el trago de ron que Flaubert volvió a rechazar tajantemente, invocando esta vez principios de abstinencia que en su familia se remontaban a la época de la colonia.

Enternecido por la suave firmeza de Flaubert, el comandante bajó la guardia y depuso momentáneamente su actitud hostil, brindándole una sonrisa que Flaubert no pudo rehusar. Flaubert incluso reconoció que ciertamente no se había sentido del todo bien durante los últimos días…, aunque eso no explicaba  desde luego la naturaleza extraña de esos hechos que no podían justificarse, comandante, a la luz de la razón y el derecho. Eso: la razón y el derecho.

El comandante se puso de pie y le mostró generosamente la salida con un ademán cortés pero cortante, cortante y definitivo. Evidentemente se había irritado de nuevo. Más bien ahora estaba doblemente irritado: con Flaubert y consigo mismo, porque aquella situación le producía emociones encontradas.
Irritado estaba por las tantas impertinencias, pero sobre todo porque el aire pazguato de Flaubert le ablandaba el corazón. ¡Quién lo diría, carajo? Así, en el momento en que Flaubert salía por esa puerta se sintió invadido de maternal ternura y no pudo evitar decirle que de cualquier manera ya podrá usted dormir tranquilo, señor Flaubert. Le prometo que para complacerlo se abrirá una minuciosa investigación. Y no olvide este consejo, señor Flaubert: tómese una copita de whisky todas las noches antes de acostarse..

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