El hombre que no estaba (y 4)

Antes de abandonar su imagen a la soledad del espejo, ensayó un gesto heroico para cuando estuviera en presencia de su amigo el Secretario -barbilla en alto, índice acusador-, diciendo tres o cuatro verdades de importancia capital, sí señor, denuncian

Antes de abandonar su imagen a la soledad del espejo, ensayó un gesto heroico para cuando estuviera en presencia de su amigo el Secretario -barbilla en alto, índice acusador-, diciendo tres o cuatro verdades de importancia capital, sí señor, denunciando la anarquía y la barbarie. Los responsables serían llamados a capítulo. Vivía en un país libre y nada ni nadie podía obligarlo a renunciar a sus lares ni a su metódica rutina de maestro pensionado del Conservatorio Nacional de Música. La suerte estaba echada y había que atenerse a las consecuencias. Ni siquiera Julio César –su personaje histórico favorito- habría podido tomar una determinación más firme ni sentirse más vivamente orgulloso de sí mismo.

La presencia de los cadáveres hediondos y podridos al pie de la escalera no le causó mayor consternación esta vez. Sencillamente contuvo la respiración y pasó a su lado abriéndose camino con el sombrero a través de la penumbra y de la densa nube de moscas funerarias. Al abrir la puerta, la frágil cortina de sombras se disipó y las moscas se alborotaron.

Eran las siete en punto de la mañana cuando Flaubert Ramírez salió a la calle, caminando con paso firme y ánimo inquebrantable. Como no estaba de humor para cortesías, pasó frente al recinto militar contiguo sin dirigir el saludo a los agentes de guardia y se dirigió a la parada de autobús más cercana, que se encontraba por cierto a media hora de camino, en el kilómetro 9 de la carretera Sánchez. Frente al lugar había un cruce de caminos donde ocurrían por lo menos dos accidentes fatales por semana a causa de un semáforo descompuesto que equivocaba rutinariamente las señales, y una escuela de monjas para niñas en la misma bucólica edificación que según las malas lenguas alguna vez había sido un centro de tortura en la era de Trujillo.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos de espera pasó un autobús que lo condujo al centro de la ciudad por una ruta de pesadilla o más bien parecida a un recorrido de locos de feria, sin itinerario definido. Decrépito y mohoso, el autobús avanzaba a trompicones, crujiendo y resoplando como una bestia cansada. Algunas veces se internaba en proyectos habitacionales del gobierno en los que se construían edificios multifamiliares en páramos fantasmales desprovistos de calles y servicios eléctricos y sanitarios, y otras veces en avenidas fastuosas trazadas en medio de la nada, con isletas de flores y grama verdísima alimentadas por surtidores de agua corriente, y lámparas de neón encendidas en pleno día.

El espectáculo iba tornándose más irracional a medida que el autobús se acercaba a la entrada de la capital, penetrando cada vez más en el dominio de lo absurdo, y ante los ojos de Flaubert desfilaban insólitos paisajes surrealistas que, por supuesto, no llamaban significativamente su atención, aunque tampoco dejaba de notarlos. Así, en lo que había sido un barrio de oligarcas, centenares de obreros demolían a mandarriazos mansiones palaciegas para levantar oficinas estatales y un mercado público. Más adelante, en un parque de recreo, una suntuosa área verde se iniciaban los trabajos de un estacionamiento de hormigón asfáltico. Para colmo, en un populoso sector marginado, decenas de familias arriadas como ganado con sus pocos enseres en la cabeza, sufrían un brutal desalojo de los alrededores de unas ruinas incipientes.

Eran las ruinas de un proyecto arquitectónico abandonado por décadas y signado al parecer para siempre por la adversidad, la mala suerte, hasta que la voluntad faraónica del gobernante de turno infundió nueva vida al proyecto. Ante el estupor del mundo y de una sociedad castigada por casi todas las plagas de Egipto, se erigiría un faro de proporciones ciclópeas, un mausoleo monumental a la memoria de un extranjero de origen dudoso cuyo mayor título de gloria –como dice Ernesto Sábato- se lo debía a un error de cálculo.

La ruta del autobús se hacía cada vez tortuosa, como si estuviese trazada en círculos y en zig zag, y se orientaba tantas veces al norte como al este o al oeste, y recorría incluso varias veces los mismos lugares, a capricho del conductor, que aparentaba pasar revista a sus enamoradas, amigos y familiares. Varias veces pasó, por ejemplo, frente a la casa de un poeta ventrudo en la cual todos los sábados se reunían a jugar baloncesto algunos de los pocos dirigentes de izquierda que quedaban vivos.

En fin, a las once y media de la mañana de ese día memorable llegó Flaubert a las puertas del Palacio Nacional. Allí se conmovió hasta las lágrimas contemplando la estructura imponente y maciza. No en balde se encontraba frente a un símbolo patrio, obra de inspiración gloriosa construida por órdenes expresas del Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, Primer Maestro Dominicano y Benefactor de la Iglesia, Supremo Jodedor y Pato Macho del pueblo dominicano durante más de tres malditas décadas de pesadilla.
***
Con movimientos lentos y pazguatos, Flauber bajó del autobús que lo trajo de regreso hasta la última parada de la carretera Mella y desandó con pasos baqueanos el largo camino que lo separaba de su dulce morada. En el barrio muerto no había un farol encendido a excepción de la cuadra donde se encontraban el recinto militar y la propia morada de Flaubert. Pero además de unas luces cegadoras había un ruido de infierno y un hormiguero de vehículos y agentes vestidos de civil que entraban y salían del recinto impartiendo órdenes atropelladas y confusas.

En medio de aquella batahola imponderable, un pandemónium, Flaubert emergió de las tinieblas y atravesó el campo de luz como una emanación fantasmagórica, impecable en su elegante traje gris, sombrero en mano, torva y vidriosa la mirada de disgusto, el porte agraviado, pero digno. Su entrada en escena causó un estupor monumental y un silencio inaudito, brevemente un silencio. De pronto todas las miradas se miraron, todos los oídos se escucharon, todas las voces estallaron un una rechifla infernal que lo persiguió a Flaubert hasta los mismos límites de su casa.

Había pasado Flaubert, frente al recinto militar, como había pasado en las tempranas horas del día, sin dirigir siquiera el saludo ni la mirada a los agentes de servicio, y sin prestar atención a los silbidos de burla que atronaban en sus oídos. Flaubert no estaba de humor para esas menudencias y si alguien le hubiera clavado un alfiler en el brazo no habría acusado dolor ni derramado una sola gota de sangre.

Se internó en la casona por la puerta trasera para evitar el disgusto de los cadáveres del zaguán, subió con rencorosa parsimonia la escalera de crujiente madera, colocó el sombrero de fieltro en el último tramo del estante donde resaltaban dos tomos de la biblioteca clásica heredada de su padre, “La educación sentimental” y “Madame Bovary”, encuadernados en pasta. Luego se quitó el saco y la corbata y derramó sin fuerzas toda su abatida humanidad sobre el sillón austero donde ahora solía transcurrir horas verdaderamente miserables, las horas más miserables de su existencia. Estaba herido moralmente, herido de una herida profunda y en verdad sorprendente, herido de desaire, profundamente herido en su orgullo, en su amor propio. No lo podía creer, y era en verdad increíble. Todavía Flaubert no salía de su asombro. Su amigo el secretario, el Secretario de la Presidencia, su compañero de escuela de tantos años en el mismo banco, su casi hermano, su cofrade, compañero inseparable de aventuras no se había dignado recibirlo. Era increíblemente cierto. Desaforadamente increíble.
(Continuará algún día).

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