Ahora que tengo el honor de participar con frecuencia en actividades políticas partidistas, disfruto al contemplar las conductas de algunos que buscan como sea estar ubicados en la primera fila de los eventos, especialmente cuando participa el candidato presidencial, quien, inteligente como pocos, advierte lo que ocurre y aguanta la risa.

Al siempre recordado padre Dubert, le comenté una vez que en un acto religioso cierto político “busca-cámaras” se sentó orondo al lado del obispo, algo que era improcedente por todas las razones del mundo. Nuestro personaje se creía “Su Santidad” y se hacía el loco cuando algún diácono lo observaba mal.

Como yo era uno de los encargados del protocolo, le solicité al hombre, muy cortésmente, que se colocara en otro asiento, lo que hizo a regañadientes, con gestos agresivos, provocando que pasara su vergüenza frente al público y que me asesinara con la mirada, pero yo tenía que cumplir mi deber y punto.

Cuando terminé el relato Dubert sonrió, se quitó los espejuelos, y con la sapiencia jesuita destellando en su rostro, me dijo: “Pedro, no lo olvides, cuando dudes sobre cuál es tu lugar en asuntos de vanidades humanas, siempre siéntate en la última fila, que de ahí nadie quiere quitarte; esto, amigo, no significa que seamos conformistas y que no luchemos por estar en el sitio que nos corresponde y hemos ganado en buena lid, pero eso no lo determina el que nos adueñemos como fieras de una simple butaca a la vista de todos; quienes actúan así son seres inseguros de sí mismos, que se preocupan más por la forma que por el fondo, y esos no son los adecuados para manejar la cosa pública”.

En estos días he repasado esta enseñanza. Es interesante estar en la última fila, sin nadie que te envidie, sin la posibilidad de que quieran estar en tu silla, destronándote con cualquier artimaña.

Cuando estamos lejos del protagonismo nos sentimos libres, no hay que actuar en el teatro del momento, ni saludar de manera obligada; desde allí el panorama se esclarece, y hasta podemos reírnos de todo y de todos, y marcharnos cuando nos plazca, y nadie se da cuenta ni le importa. ¡Qué emocionante! ¡Ay! Mientras, si estamos arriba, en la mesa principal, somos casi esclavos. Ni las piernas podemos menear. Ni al baño nos atrevemos ir.  En los actos sin gracia  (por suerte en los encuentros políticos que he estado se respira alegría) hasta en China notan nuestros bostezos, nuestra frecuente vista al reloj  y  nuestro intento de matar el aburrimiento recurriendo al celular. ¡Qué tristeza!

¡Ah, Dubert, cuánta sabiduría en tus consejos! 
El autor es abogado
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