Para Aldonza Lorenzo, por supuesto

No tengo la certeza de que la literatura nos haga mejores ciudadanos. Tampoco de cuál sea la “buena” o la “mala” literatura. Debe ser muy personal la escogencia. Los convencionalismos académicos no siempre aciertan. Por eso cada cual podrá&#823

No tengo la certeza de que la literatura nos haga mejores ciudadanos. Tampoco de cuál sea la “buena” o la “mala” literatura. Debe ser muy personal la escogencia. Los convencionalismos académicos no siempre aciertan. Por eso cada cual podrá hacer su “canon occidental”, según sus gustos, aunque no coincida con el crítico norteamericano Harold Bloom y aunque otro y no Shakespeare sea el centro del catálogo.

Más lo cierto es que estos “libros capitales” dan referencias y nos dotan de un lenguaje común. Y es probable que nos ayuden a conocernos mejor. Incluso, hay personajes que resumen aspectos del alma humana mejor que cualquier documento científico, constituyéndose en prototipos.

De ahí que Penélope sea la representación de la fidelidad conyugal tanto como Ulises lo es del engaño. Y, así, Hamlet, Otelo o Yago han sobrevivido a Shakespeare, como John Silver El Largo, el Dr. Jekyll o el señor Hyde a Stevenson. Por esas razones, ese catálogo no solo puede contener obras fundamentales, sino también personajes inolvidables que se quedan con nosotros más allá de la última página.

Uno de esos es Dulcinea del Toboso, el amor idílico de Don Quijote de la Mancha. Ella es la representación de un amor limpio, alto, transparente, que cubre las deficiencias del ser amado y le transforma casi hasta la perfección, lo cual quizás sea hasta peligroso. Pero el amor, como el Quijote, convierte el mundo exterior, mejorándolo. Y este es un dato que hace más especial a Dulcinea: ella no es la creación del autor Miguel de Cervantes, sino del primer personaje de nuestro universo literario: Don Quijote. Antes de ser “Dulcinea” transformada por la imaginación del “Caballero de la Triste Figura”, era una moza de «pelo en pecho», voz varonil, fuerte por el trabajo en el campo, sudorosa y ruda, aunque quizás algo flexible con conocidos y desconocidos. Savater, en Criaturas del Aire, afirma que se entregó a Sancho cuando este fue a llevarle un recado de su amo. Sin embargo, Don Quijote, en su cuerda locura, la transforma en una princesa que es la “quintaesencia de la belleza”. Así la describe el Hidalgo Manchego, (libro I, capítulo XIII): “…sólo sé decir que su nombre es Dulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la Mancha: su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es Reyna y Señora mía. Su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas. Que sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad, son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas”.

Basta con que Dulcinea exista en la mente del Quijote para que sea cierta, presente, única, pura y bella. Basta con que el amor nos embriague, a veces como una mezcla de insensatez, imaginación y deseo, para trasformar las “Aldonzas Lorenzos” que nos acompañan en nuestras Dulcineas aladas y etéreas.

Yo tengo mi Dulcinea, ¿y usted?

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