La música se escribe en el corazón y se reproduce luego en el pentagrama.
Se escucha primero en el alma, luego se oye en la cuerda, se prepara en el corazón y se proyecta en el teclado. Con el silbido del aliento divino se cuela en el oído del instrumentista y se empuja con el soplido susurrante del flautista.
Se afina en la corte angelical y se ensaya entre los telones de los montes. Sobre las arenosas dunas el rastro de Dios acomoda corcheas y semifusas.
El cielo y la tierra están llenos de pentagramas que la misericordia divina compone durante tus oscuras madrugadas, himnos de victoria para quienes han creído en su fidelidad.
Y así, la música convierte algunas páginas de nuestra dura existencia en maravillosas sinfonías de vida.