Reflexiones sobre el silencio del Presidente

¿Tiene alguna repercusión constitucional el prolongado silencio del presidente Danilo Medina y su reticencia a dejarse entrevistar por los periodistas sobre los temas nacionales? Con el debate sobre el tapate se abre el paraguas en una atmósfera…

Reflexiones sobre el silencio del Presidente

¿Tiene alguna repercusión constitucional el prolongado silencio del presidente Danilo Medina y su reticencia a dejarse entrevistar por los periodistas sobre los temas nacionales?

¿Tiene alguna repercusión constitucional el prolongado silencio del presidente Danilo Medina y su reticencia a dejarse entrevistar por los periodistas sobre los temas nacionales? Con el debate sobre el tapate se abre el paraguas en una atmósfera cargada por los dimes y diretes de la campaña electoral. Pero, sin duda, en un sistema presidencialista todo cuanto se refiera al Presidente es de interés de la prensa, cuya principal función es vehicular información entre los encumbrados estamentos de poder y la ciudadanía. Desde sus discursos, sus gestos, su salud, su familia o su estado anímico, el Presidente está en el centro de los flashes y micrófonos de los periodistas. La razón es muy básica, el Presidente es el jefe del Estado, el padre de familia, el que administra las riquezas y las miserias de la gente. Por eso, no comparto con algunos juristas la idea de que la obligación de informar y de hablar del Presidente está regida exegéticamente por el artículo 128 de la Constitución. La relación del Presidente con la sociedad es ciertamente de carácter jurídica, pues debe sumisión a la Constitución y a las leyes; pero, también es una relación política que tiene enorme repercusión en las instituciones y en la vida privada de la persona. Por eso cuando hay una catástrofe como la que ha ocurrido en Francia, es el Presidente el portaestandarte de la dignidad y el orgullo nacional. Imagínese usted que el Presidente no hable porque, de forma taxativa, la Constitución no se lo ordene. La democracia es un sistema esencialmente dialogante y el Presidente es el principal comensal. No se le puede pedir ni a la prensa, ni a los ciudadanos que se conformen con una democracia de “visitas sorpresa” y fotografías como “postalitas” cada lunes, mientras las grandes decisiones se toman en las alcobas gélidas de las élites políticas. No sería, pues, democracia, sino poliarquía. La Constitución, cuando proclama el acceso a la información pública de los ciudadanos y de los medios de comunicación, está garantizando el derecho a entrevistar al Presidente de la República. El único prurito que hay que cumplir es acogerse al protocolo establecido por su oficina de prensa. El Presidente, que es el primero entre todos sus iguales, debe ser el primero en entender que su epidermis no puede ser excesivamente sensible, puesto que ha sido él quien ha renunciado al apacible regazo de la privacidad familiar para dejarse abrazar por el fuego extenuante de la vida pública.

El Presidente puede no hablar un día, una semana o un mes; pero no puede callar tres años, manejando su relación con la prensa y la ciudadanía . Mucho menos se puede pretender decir que el Presidente sólo está regido por el artículo 128 de la Constitución, que esboza el espeso protocolo de Estado bajo su responsabilidad.

Más que eso, el Presidente es un tributario de la transparencia pública, del derecho de acceso a la información, de la libertad de expresión, del derecho a réplica y de todo el catálogo de prerrogativas que configuran los derechos fundamentales. Si el ceremonial de rendición de cuentas ante el Congreso del 27 de febrero es importante, ello no suple su obligación de informar a la ciudadanía sobre sus planes, logros y traspiés. Tradicionalmente, ese discurso ha sido utilizado como tribuna política para decir lo que se quiere y no lo que se debe. El derecho de acceso a la información pública es un derecho de doble vía: de un lado, el derecho que tiene cada periodista o cada ciudadano a preguntar al Presidente o al más nimio de sus servidores; del otro lado, el derecho que le asiste a la ciudadanía en su conjunto a estar correctamente informada sobre las acciones y las omisiones de la administración. De ahí que no se puede ser transparente sin responder las inquietudes y desvelos de los ciudadanos y los medios de comunicación. El Presidente puede no acceder a las interrogantes de la prensa, no por derecho, sino por una decisión personal. Al fin y al cabo, sólo él sabe cómo quiere que se le recuerde, pues hay dos tipos de liderazgos: uno que se enclaustra en la opacidad y el silencio y, otro que vive en casa de cristal.

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¿Tiene alguna repercusión constitucional el prolongado silencio del presidente Danilo Medina y su reticencia a dejarse entrevistar por los periodistas sobre los temas nacionales?

Con el debate sobre el tapate se abre el paraguas en una atmósfera cargada por los dimes y diretes de la campaña electoral.

Pero, sin duda, en un sistema presidencialista todo cuanto se refiera al Presidente es de interés de la prensa, cuya principal función es vehicular información entre los encumbrados estamentos de poder y la ciudadanía.

Desde sus discursos, sus gestos, su salud, su familia o su estado anímico, el Presidente está en el centro de los flashes y micrófonos de los periodistas.

La razón es muy básica, el Presidente es el jefe del Estado, el padre de  familia, el que administra las riquezas y las miserias de la gente. 

Por eso no comparto con algunos juristas la idea de que la obligación de informar y de hablar del Presidente está regida exegéticamente por el artículo 128 de la Constitución.

La relación del Presidente con la sociedad es ciertamente de carácter jurídica, pues debe sumisión a la Constitución y a las leyes; pero, también es una relación política que tiene enorme repercusión en las instituciones y en las vidas privadas de las personas.

Por eso cuando hay una catástrofe como la que ha ocurrido en Francia, es el Presidente el portaestandarte de la dignidad y el orgullo nacional. Imagínese usted que el Presidente no hable porque, de forma taxativa, la Constitución no se lo ordene.

La democracia es un sistema esencialmente  dialogante y el Presidente es el principal comensal. No se le puede pedir ni a la prensa, ni a los ciudadanos que se conformen con una democracia de “visitas sorpresas” y fotografías como “postalitas” cada lunes, mientras las grandes decisiones se toman en las alcobas gélidas de las élites políticas. No sería, pues, democracia, sino poliarquía.   

La Constitución, cuando proclama el acceso a la información pública de los ciudadanos y de los medios de comunicación, está garantizando el derecho a entrevistar al Presidente de la República. El único prurito que hay que cumplir es acogerse al protocolo establecido por su oficina de prensa.

El Presidente, que es el primero entre todos sus iguales, debe ser el primero en entender que su epidermis no puede ser excesivamente sensible, puesto que ha sido él quien ha renunciado al apacible regazo de la privacidad familiar para dejarse abrazar por el fuego extenuante de la vida pública.

El Presidente puede no hablar un día, una semana o un mes; pero no puede callar tres años, manejando su relación con la prensa y la ciudadanía a su entera discreción, sin importarle que el país se desplome, centrado sólo en decir lo que quiere y cuando quiere.

Mucho menos se puede pretender decir que el Presidente sólo está regido por el artículo 128 de la Constitución, que esboza el espeso protocolo de Estado bajo su responsabilidad.

Más que eso, el Presidente es un tributario de la transparencia pública, del derecho de acceso a la información, de la libertad de expresión, del derecho a la denuncia de la corrupción administrativa, del derecho a réplica y de todo el catálogo de prerrogativas que configuran los derechos fundamentales.

Si el ceremonial de rendición de cuentas ante el Congreso del 27 de febrero es importante, ello no suple su obligación de informar a la ciudadanía sobre sus planes, logros y traspiés. Tradicionalmente, ese discurso ha sido utilizado como tribuna política para decir lo que se quiere y no lo que se debe.

El derecho de acceso a la información pública es un derecho de doble vía: de un lado, el derecho que tiene cada periodista o cada ciudadano a preguntar al Presidente o al más minio de sus servidores; del otro lado, el derecho que le asiste a la ciudadanía en su conjunto a estar correctamente informada sobre las acciones y las omisiones de la administración.

De ahí que no se puede ser transparente sin responder las inquietudes y desvelos de los ciudadanos y los medios de comunicación.

El Presidente puede no acceder a las interrogantes de la prensa, no por derecho, sino por una decisión personal. Al fin y al cabo, sólo él sabe cómo quiere que se le recuerde, pues hay dos tipos de liderazgos: uno que se enclaustra en la opacidad y el silencio y, otro que vive en casa de cristal.

Namphi Rodríguez

Abogado y presidente de la Fundación Prensa y Derecho

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