Relatos de un cazador (3)

Las obras de Pushkin y Gógol, Lérmontov, el mismo Turguéniev, Tolstoi y Dostoievski son de una raigambre telúrica tan profunda (un apego tan visceral a la tierra, a los seres que la habitan, al paisaje patrio) como muy pocas en el mundo han sido.&#823

Las obras de Pushkin y Gógol, Lérmontov, el mismo Turguéniev, Tolstoi y Dostoievski son de una raigambre telúrica tan profunda (un apego tan visceral a la tierra, a los seres que la habitan, al paisaje patrio) como muy pocas en el mundo han sido. Muchos lectores no soportan el ambiente, que es muchas veces sórdido, sombrío, cuando no tétrico, la visión pesimista de la vida, el desgarramiento existencial de muchos personajes, la falta de una luz, aunque sea ilusoria, al final del túnel.

Lo que se dice de Lérmontov se puede decir de casi todos:

“Hay en la obra de Lérmontov una intensidad, un desencanto de lo humano, una visión desamparada de lo heroico y romántico cuya complejidad ha crecido con el paso del tiempo”.

Los nombres -en la literatura rusa en general- representan por otro lado un problema, tal y como explica un personaje de la novela “El túnel”, de Ernesto Sabato:

“-Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas… Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sachenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexandrovitch Bunine y más tarde es simplemente Alexandre Alexandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti”.

Abrumador, ciertamente, puede ser a veces el número y la complejidad de los nombres en la literatura rusa. En “La guerra y la paz”, por ejemplo, Tolstoi moviliza un ejército de quinientos veintitantos personajes con nombres, apellidos, diminutivos y apodos.

Detrás de la mampara de complejidades, sombras, desencanto, pesimismo, a veces de nihilismo, las obras de los mencionados autores y tantos otros traducen sin embargo casi siempre una ardiente simpatía por la humanidad doliente y a falta de luces de esperanza hay grandes puntos luminosos. No todas son escenas y “personajes del dominio de Goya”, como diría Roque Dalton. Hay puntos luminosos, por ejemplo, en la encantadora ingeniería macabra, en el estilo chispeante, caricaturesco, preñado de humor negro de Gogol y Turguéniev, en la densidad humana de sus novelas y relatos.

“Los paisajes de la estepa y las vidas miserables de los siervos de la gleba -dice Santos Domínguez en relación a “Relatos de un cazador- son los ejes temáticos de estos textos que representan el momento en que se pasa del ensueño y la idealización romántica a la observación y la denuncia que practicó el realismo. Y no es que con Turguéniev desaparezca el sentimentalismo. No desaparece, pero se reorienta y pasa de lo individual a lo colectivo, de lo personal a lo social”.

En la conocida y reconocida obra de Harold Bloom, “¿Cómo leer y porqué?”, el muy exigente y aristocrático crítico dice del mismo texto lo siguiente:

“Frank O’Connor pone los Apuntes del álbum de un cazador (1852) de Turguéniev, por encima de cualquier otro volumen individual de cuentos. Un siglo después de haber sido compuestos, los Apuntes permanecen asombrosamente frescos, aunque la actualidad que tenía en esa época, la necesidad de emancipar a los siervos, se haya doblegado bajo todos los desastres de la historia rusa. Los cuentos de Turguéniev son de una belleza inquietante; tomados en conjunto, están entre las mejores respuestas que conozco a la pregunta de por qué leer (siempre dejando aparte a Shakespeare). Turguéniev, que amaba a Shakespeare y a Cervantes, dividía a toda la humanidad (del tipo de los que buscan) en Hamlets y Quijotes. Habría podido añadir a los Falstaffs y los Sancho Panzas, dado que junto con los otros dos estos forman un paradigma cuádruple de otros tantos seres ficticios.

“Para alcanzar la simplicidad aparente de los bocetos de Turguéniev se necesita un talento de los más altos, de una especie similar a la del genio de Shakespeare para redescubrir lo humano. Turguéniev también nos muestra algo que acaso haya estado siempre allí pero que sin él no podríamos ver. Observando a Yago, majestad satánica de todos los nihilistas, Dostoievski aprendió de Shakespeare a crear nihilistas supremos como Svidrigáilov y Stavroguin. Turguéniev, al igual que Henry James, aprendió de Shakespeare algo más sutil: el misterio del aparente lugar común, la transmisión de una realidad en perpetuo aumento”.

(http://www.unpa.edu.mx/~blopez/algunosLibros/Harold%20Bloom%20-%20Como%20Leer%20Y%20Por%20Que.pdf).

Turguéniev, por cierto, hablaba con desparpajo de la muerte, del paso devastador del tiempo y, paradójicamente, predicaba contra el “ingenio triste”:
“La muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para
alguien”.

“El tiempo vuela a veces como un pájaro, y a veces se arrastra como un caracol. Pero la mayor felicidad del hombre sobreviene cuando no se advierte si su paso es raudo o moroso”.

“¿De qué sirve el ingenio cuando no nos divierte? No hay nada más fatigoso que un ingenio triste”. 

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