Signos de subversión (1 de 2)

Hace 22 años que un grupo de amigos se sintió acongojado por la penuria idiomática en que habitaba una buena parte del periodismo dominicano.

Hace 22 años que un grupo de amigos se sintió acongojado por la penuria idiomática en que habitaba una buena parte del periodismo dominicano. Se les ocurrió, entonces, la celebración de un “Seminario Dominicano sobre el Uso de la Lengua en los Medios de Comunicación”. Durante dos días de julio de 1991, en uno de los grandes salones del Hotel Santo Domingo, fueron leídas y comentadas cerca de treinta ponencias. Ahí hablaron Soledad Álvarez, Irene Pérez Guerra, Diógenes Céspedes, Manuel Núñez, Enriquillo Sánchez y otros que la memoria no me devuelve claramente. El grupo organizador del curso me asignó –claro está, inmerecidamente— la tarea de comentar acerca del uso de los signos de puntuación en el oficio periodístico. Pese a las insistencias de la académica Irene Pérez Guerra, y por el ejercicio de un pudor bien entendido, durante estos años nunca quise publicar mis sugerencias en aquella reunión. Ahora no sé bien si esos consejos le resultarían útiles a algún joven redactor de la jerigonza digital de nuestro tiempo. Me sentiría redimido, acaso, si no se cometiera de nuevo el equívoco del general Macabón: “muerto no, preso”, trocado en “muerto, no preso”.

Todos ustedes, en diferentes formas, pertenecen al ámbito de un oficio tan viejo como la vida humana. Cada uno de los presentes —ya periodista profesional, ya estudiante de ciencias de la comunicación, ya escritor ocasional— alguna vez escribirá una noticia o comunicará sus opiniones a través de un espacio periodístico. Y habrá de realizar esa ingente tarea sin utensilios materiales, ni herramientas o maquinarias o armaduras; desnudo de todo: dueño sólo de ese sistema de manchas y espacios vacíos que es la lengua escrita.

Comunicar es un proceso mediante el cual se transmiten significados de una persona a otra. La comunicación exige palabras, organización e ideas. A ustedes corresponderá informar o defender o expresar la opinión de la sociedad, tanto como educar o entretener a un público no menos desconocido que prolijo.

El lenguaje oral se hace inteligible mediante las pausas, los matices de voz, los gestos y los cambios de tono del hablista. Pero la palabra impresa —oralidad desprendida del orador, discurso contumaz y afónico— carece de modales y de astucias escénicas. ¿Cómo inducir, entonces, mediante marcas impresas, así el sentido lógico de una frase como su ritmo? ¿De qué medios valernos, digamos, para que la simple ojeada de algunas salpicaduras de tinta desate la turbación, la ira o la inteligencia de quien nos lee? ¿Con qué sustancia ocupar, de qué tejido llenar el abismo que bordea cada palabra? ¿A qué artificios acudir, a qué álgebra, acaso, capaz de remedar los tonos y relieves de nuestro pensamiento? La respuesta es exacta: a esa norma de distancias y matices, a ese arte de intervalos y de acentos que constituye el sistema de puntuación de nuestra lengua.

Sé que hablo ante un auditorio que no desconoce el valor y la significación de una coma, de un punto y coma o de un punto y seguido. Ante tan codiciable grupo de periodistas y estudiantes de ciencias de la comunicación casi nada podría decirse acerca del empleo del guión, de la raya o del punto y aparte.

Parecería ocioso, es cierto, abundar aquí en torno a la justa utilización de los puntos suspensivos, de las comillas, del signo de interrogación o del paréntesis.

Pero he de hacerlo, sin embargo, como una propuesta frente a cierto grado de desatención subversiva que todos percibimos en la prensa cotidiana. Más, acaso, como una nota dirigida a quienes, desde los medios de comunicación, ejercen en la población una influencia idiomática que excede en mucho a la del sistema docente.

A decir verdad —lo reconozco— no existen pautas fijas para el uso de los signos de puntuación. La normativa impone sólo reglas generales. Pero constituye una falsedad afirmar que la individualidad se perfila mejor con una actitud de libertad ante el lenguaje. La originalidad más alta, afirmó Paul Valéry, es la que puede lograrse dentro de las normas.

Muchos individuos no cuidan su puntuación y distribuyen los signos con tanta facilidad como el sembrador que lanza a voleo sus semillas. Otros, en contraste —por desconocimiento, que no por avaricia— se economizarán el signo, como usureras urracas del idioma. El resultado, sin embargo, será el mismo: cambios de sentido en el texto y formulaciones absurdas o, en algunos casos, perversas.
En una receta de cocina o en la ingenua descripción de un partido de béisbol, nadie lo discute, las consecuencias de una coma erróneamente situada serán histriónicas, jamás fatales. En el aula universitaria, recuerdo, la pregunta inepta acerca de la naturaleza del impulso motriz suscitó la paralizante respuesta del maestro: “la tracción, animal”. Es de Benavente, en Los Intereses creados, la célebre frase del actuario: “señor muerto, esta tarde llegamos” por “señor, muerto está; tarde llegamos”. Y alguno citará, también, el documento sumario mal puntuado que ocasiona la muerte fortuita (ahí la orden sucinta: “muerto no, preso”, trocada en “muerto, no preso”).

En tal caso, ya admitida la oscura peligrosidad de este símbolo de porte inofensivo, parece forzoso que nos detengamos un instante a reflexionar en torno al uso de la coma. Conforme a la preceptiva, la coma (,) define pausas más o menos cortas dentro de una oración, señala entonaciones ascendentes o descendentes y, en la lectura, permite conocer el sentido de las frases. La coma, según Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso, tiene dos usos principales: separar elementos análogos de una serie: sean palabras, frases u oraciones (“Juan, Antonio, Francisco, tú y yo”); y separar elementos que tienen carácter incidental dentro de la oración (“La mona, aunque se vista de seda, mona se queda”).

A la coma se le atribuyen otras funciones menos importantes, como la de indicar el punto donde falta el verbo en oraciones elípticas (“Juana es hermosa; María, inteligente”); la de separar una proposición subordinada cuando precede a la principal (“Para curarme una muela, fui ayer tarde al consultorio del dentista”); o la de separar oraciones de cierta extensión, con distinto sujeto, unidas por la conjunción ‘y’ (“Desde antiguo fue el militar quien poseyó la tierra, y sirvió para premiar actos de heroísmo”).

Deberá emplearse la coma, además, detrás de la proposición encabezada por ‘si’ (“Si lo ves, dile que lo espero”); detrás de un nombre cuando le sigue otro nombre en aposición (“Carlos Salinas de Gortari, presidente de México, visitó la Unión Soviética”); y para separar los vocativos (“Pídeme, María, lo que desees”).
Pecado de lesa claridad se comete, eso sí, al disponer una coma entre sujeto y predicado (“debido a que la protección que existía para el tabloncillo desde los XII Juegos de 1974, fue robada, nosotros de nuevo instalaremos…” o “El Conuco, es el nombre del Restaurante, en el que cada elemento revela…”); o antes del adverbio ‘como’ (“no lo hice, como me dijiste”, lo que resulta absolutamente distinto a “no lo hice como me dijiste”); o, aplicada a ciegas, para encerrar un nombre propio cuando lo que le precede en la oración es el cargo o condición de la persona nombrada (la frase “El movimiento, dedicado al Inmortal del Deporte Dominicano, Don Máximo Bernard, no tiene fines lucrativos…” indica que Don Máximo es el único Inmortal, en tanto “El movimiento, dedicado al Inmortal del Deporte Dominicano Don Máximo Bernard, no tiene fines lucrativos…” se refiere a la exacta condición de Don Máximo: uno dentro del grupo de inmortales).

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