En torno al sutil embrujo de gobernar

La autoridad es el equilibrio de la libertad y del poder.CLAUDE LÉVI-STRAUSS Usted, que no fue ni será en modo alguno un fervoroso de las utopías, ha decidido apiñarse durante dos o tres horas en…

La autoridad es el equilibrio de la libertad y del poder.
CLAUDE LÉVI-STRAUSS

Usted, que no fue ni será en modo alguno un fervoroso de las utopías, ha decidido apiñarse durante dos o tres horas en el venerable recinto y gotear en la urna —Santo Grial de la democracia— su pequeña molécula de opinión. Horas más tarde, claro que sí, ocurrirá el milagro: un agrio caldo popular que se transmuta en sustancia purificada, en plasma milagroso de un irreprochable credo civil.

No imagine, por favor, que quizá sin proponérselo ha elegido usted prelados, sacristanes y clérigos. Nada de eso. Sucede, sencillamente, que a Danilo Medina Sánchez le tocará encabezar de nuevo, a partir del 16 de agosto, esa religión laica, secular, que es la democracia dominicana del siglo XXI. Ya no existe la reelección indefinida, con lo cual la fe política nacional cambiará cada cuatro u ocho años. Se hará la “fiesta movible” de que hablaba Hemingway. Ni más ni menos. Así lo dice la Carta Magna y así habrá de ser, por lo menos de aquí a la eternidad.

Es cierto que al Primer Mandatario le aguardan realidades parejamente halagadoras e inquietantes. En primer lugar, la más plácida de todas: esa mansa y anchurosa libertad que rige nuestra existencia colectiva. Después, claro, a los dominicanos y a Danilo Medina nos acecha la economía: la “ciencia lúgubre” de Carlyle. Con todo, y pese al incierto equilibrio financiero del próximo gobierno, muy pocos ciudadanos intuyen la gravedad del caso. Alzamos la voz, gritamos, gruñimos, aunque, de verdad, no entendemos nada. Mas en la sombra, agazapada, nos espera amenazante la economía: esa ciencia triste de Malthus y David Ricardo que exige hoy de decisiones contundentes.

Nadie discute la prioridad de mantener el crecimiento global, con lo cual ascenderá el ingreso de los individuos y podrá ser más justa, casi por un mandato natural, la distribución del dinero. Aunque nuestra riqueza pública crece en la actualidad a un ritmo tres o cuatro veces superior al de la población (4~5% de crecimiento económico respecto a 1.3% de expansión demográfica anual), no originamos suficientes empleos capaces de añadir un valor sustancial a la producción. Y al mismo tiempo precisamos de recursos para alimentar y proteger aquella porción de humanidad desahuciada (¿una tercera parte de la población… o acaso más?), sin posibilidad cierta de adquirir a mediano plazo las destrezas que exige hoy la actividad productiva.

De inicio, pensemos que nuestros ingresos fiscales apenas rozan el 14% del PIB nacional. Ya dispusimos un 4% para la educación pública. Perfecto. Las circunstancias nos impulsan ahora a subir hasta 5% del PIB la cuota para solventar la salubridad colectiva. Pero el crecimiento económico exige –no debemos olvidarlo– un mínimo anual de 5% del PIB como inversión en infraestructura física, factor indispensable para sostener el ritmo de nuestro progreso. (Aunque no viene al caso, convendría recordar que Balaguer asignaba cada año a la inversión pública en infraestructura hasta 7 y 8% del PIB).

Después de un simple escarceo aritmético, hagamos la cuenta: 4% en educación, más 5% en salubridad y 5% en infraestructura, nos da un resultado de 14%; precisamente el monto de ingresos fiscales que hoy percibe el Gobierno dominicano. Claro, no hemos imaginado todavía de qué sitio providencial han de brotar capitales para cubrir, entre otras obligaciones, los subsidios generalizados (en energía eléctrica, transporte, agua, gas licuado, alimentos, etc.), como tampoco las subvenciones fijas (UASD, ONG’s, pensiones y jubilaciones, etc.), los salarios y gastos de la administración pública (personal de los ministerios, diputados y senadores, jueces, diplomáticos, etc.), ni el servicio de la deuda pública externa e interna.

De esta suerte, con un extenso cráter presupuestario (digamos, de 8 a 10% del PIB) sólo cabría una de estas posibilidades nefastas: o se incumple la obligación entrañable de cubrir el gasto social en salud, educación y combate a la pobreza; o no pagamos el servicio de la deuda externa e interna; o el gobierno carecerá de recursos para construir caminos vecinales, calles, carreteras, acueductos y otras obras esenciales. Así de simple. Así de turbador.

Quiérase o no, estamos frente a un severo trance económico y social. Las expectativas creadas en el devenir político obligan a cambios dramáticos en la estructura de ingresos y gastos del Estado. Nuestra dirección pública, antes que nada, ha de asimilar estas evidencias. Luego, será preciso difundirlas con genuina convicción y solidez argumental. Los medios de comunicación pueden ayudar a que se siembre la verdad; sólo cuando es realmente la verdad y la gente, la mayoría de la gente, pueda comprobarla.

Al montaje escénico de las medidas le haría falta, asimismo, una buena dosis de heroicidad, de dramatismo, de sentido de la inevitabilidad. Habría, empero, que olvidar para siempre la retórica jacobina; ni decir del discursivo infantilismo tercermundista que aún merodea en ciertos recodos de Sudamérica. Precisamos en este caso de bizarría, de agallas, de una cierta dosis de “machismo” económico. Las transformaciones políticas pueden esperar —y, de hecho, aún aguardan en algunas de las sociedades más prósperas del mundo—, pero las económicas no.

Sépase, también, que de todos modos las medidas del gobierno estarán expuestas a sórdidas condenas, a epítetos vehementes y descompuestos. Poco importa si el conjunto de la rectificación económica alcanza o no la meta pretendida: las imprecaciones serán exactamente las mismas. Despojada de matices, es ésta la apabullante inconveniencia de todo gradualismo. (El genio de un pensador florentino, hace más de 400 años, lo sentenció claramente: la actuación simpática, la intervención agradable, como para acicatear el deseo, se dilata, se distribuye a cuentagotas en el tiempo. El trance engorroso, el sinsabor, en cambio, ha de apurarse en cuota única y terminante).

El profesor Juan Bosch, que encabezó en las elecciones de 1962 una avalancha popular orientada a borrar de nuestro recuerdo la desdicha de la dictadura, logró una mayoría absoluta con 59.7% de los votos de sus conciudadanos. En esta ocasión, el pueblo ha ofrecido a Danilo Medina una cuota de aprobación nunca antes imaginada en la historia democrática nacional: 61.7% en los sufragios del pasado 15 de mayo.

Estoy convencido de la firmeza del reelecto Presidente. Ni por un instante dudaría de sus empeños a favor del progreso nacional. Apagadas casi ya las estridencias de la cruzada electoral, es tiempo ahora de encarrilar la economía. Urgimos de una paz social que a todos beneficia: a quienes guían el carruaje de la producción y la actividad económica, a los trabajadores independientes, a los empleados y al abultado conjunto de industriosos informales, tanto como a los favorecidos del amparo gubernamental.

Cuatro años ha de ser mucho tiempo; un lapso fértil si aprovechamos a fondo las circunstancias. Cuatro años, en cambio, serán apenas una fugacidad si disipamos la atención en dar oídos a la broza verbal, al zumbido de ese nubarrón de moscardones que pretende alterar el sosiego colectivo desde ahora hasta el 16 de mayo del 2020.

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