En los países más democráticos, Estados Unidos por ejemplo, la mentira es un delito. En el nuestro es una eficaz arma política llevada a la categoría de arte por los líderes más exitosos. Las carreras más brillantes en el campo de la política nacional han sido catapultadas por enormes cofres de mentiras repetidas una y otra vez, por años incansablemente, sin consecuencia alguna.

El uso repetido de ese instrumento de ascensión en la política, como en otras actividades de la vida nacional, se ha convertido en una práctica común. Se trata ya de una costumbre a la que se está obligado a apelar para garantizarse el éxito. La mentira es parte de la cultura nacional. Mentimos en el hogar, en la escuela, en el trabajo. Hablamos de mentiras piadosas, como creo haber escuchado alguna vez en letras de una canción. El liderazgo nacional nos miente el lunes, a sabiendas de que el martes puede desdecirse sin que nadie le reproche ni se le pida cuentas. Las promesas electorales son baúles de mentiras. Mientras más grandes y pesados son, mayores las posibilidades.

Solo cuando esta sociedad haga pausa en el ajetreado quehacer cotidiano para darse un momento de reflexión, tal vez alcance a comprender la importancia de desterrar tan ominoso recurso de ascenso político, social y económico, que prolonga nuestros pesares, y profundiza los vicios de un sistema institucionalmente débil e inoperante. El respeto a la ley es otra grande e imperdonable mentira. El perjurio debe ser un delito sancionable, y las reformas de la Constitución han sido oportunidades perdidas de establecerlo. Sin embargo, no me hago muchas ilusiones.

Admito la dificultad que implica el que un Congreso surgido de esa práctica se incline a sancionar el perjurio. Pero mientras no logremos criminalizarlo, como intentamos hacerlo contra el robo de electricidad, este país seguirá a merced de sus defraudadores.

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