Incapaces de emularlo en su diario quehacer, muchos de sus alumnos y seguidores han utilizado el legado de Juan Bosch para encumbrar su figura más allá de lo que él hubiera permitido, como si buscaran su perdón por los pecados cometidos y el abandono de las ideas y las prácticas que él les insufló con espartana rigidez. Su divinización con rimbombantes homenajes son actos de profanación del que fue su líder. Y su exaltación como estadista es desproporcionada al papel que jugó como tal en la historia nacional.

Esas acciones distorsionan al Bosch verdadero, grande en sus contradicciones y admirable aún en sus arranques de soberbia. Derrocado siete meses después de asumir el poder, ese hecho nefasto en la historia nacional hizo de él un mal gobernante según su propia definición del arte de ejercer el gobierno, pues como él dijera saber gobernar es saber mantenerse en el poder, una inexplicable justificación de la tiranía que él tanto combatió.
No es posible ser leal a las enseñanzas de la historia y pretender juzgar a Bosch, como se le quiere desde la tribuna partidista, únicamente por lo que él representó para sus seguidores. El Bosch real es la suma de todas sus virtudes, defectos y contradicciones, que fueron muchas. Aún así, fue un hombre digno de emulación en el plano personal, por cuanto su legado de honestidad debería ser el paradigma que hoy guiara a sus alumnos, ya liberados con su muerte de las cadenas morales que él les impuso.

Bosch fue un incomprendido, pero su largo exilio lo distanció tanto del país que fue incapaz de entender a la sociedad que él intentó cambiar. Lo que se hace y se dice frecuentemente en su nombre, es la total negación de sus principios, por más homenajes que se le hagan.

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