Cierto día, en una goleta procedente de Haití, llegó a la aldea un genovés depauperado que viajaba en compañía de un hijo y dos hijas. Parecían náufragos, más que pasajeros, y en cierto modo lo eran.
Se dirigían hacia Argentina por una ruta de pesadillas que incluía muchos puertos del Caribe y del Atlántico, y pocos días después de llegar a Puerto Príncipe, mientras la embarcación cargaba y recargaba mercancías, la joven esposa y madre enfermó y murió. O quizás simplemente venía enferma, esperando que la nave atracara para morir en tierra firme.

La familia había sufrido, pues, una especie de naufragio, se había hundido en un abismo de pesar y su situación económica era precaria, muy precaria. La enfermedad y la muerte y el entierro de la joven mujer había consumido una gran parte de los muy escasos recursos económicos y el viudo no sabía bien qué hacer. Estaba, de hecho, tan confundido como adolorido.

En Argentina lo esperaban familiares y amigos, pero no se animaba a realizar tan largo viaje en compañía de tres criaturas que necesitaban el cuidado, las atenciones que sólo una madre podía proporcionarles.

Mucha gente quería ayudarlos y los ayudó de muchas maneras. De modo que, entre otras cosas, se hicieron arreglos para que las niñas no fueran desamparadas. Una de ellas quedó en custodia de una familia de apellido inglés y origen judío. La otra, que apenas tenía seis años y se llamaba Asunción, quedó al cuidado de la familia Podestá, al cuidado de Bachiche y la futura Mamabuela.

El genovés viudo y depauperado partió después de un tiempo con su único hijo varón hacia Argentina con la intención de mandar a buscar algún día a sus dos crías, pero nunca más se supo de él ni de su hijo. Desaparecieron sin dejar rastro y por más esfuerzos que se hicieron nadie volvió a tener noticias de su paradero. Las niñas en custodia se convertirían entonces en hijas adoptivas.
Algún día, al cabo de muchos años, Asunción se casaría con un sobrino de su madre de crianza, el sobrino contable, con el que tendría tres hembras y tres varones y se convertiría en Mamá Asunción. Los papeles, después, se invertirían. En el hogar de la hija adoptiva encontraría la madre refugio y amor durante la vejez.

En Samaná, Mamabuela volvería a ser feliz y lo sería durante más de doce años. Los hijos crecían, el negocio del esposo en la planta baja de la casa prosperaba y eran amigos de todos los comerciantes y empresarios y de la buena gente de una comunidad laboriosa y afable. Vivían, como quien dice, la típica y activa vida social de un reino en miniatura donde todos se conocían, una aldea jubilosa y luminosa junto al mar, un escenario de fantasía, una acuarela en fa mayor.

La vida sonreía. Atrás parecían haber quedado los sinsabores de una época marcada por la tragedia y la vida sonreía. Disfrutaba de una apacible felicidad, una felicidad reposada. Esa cosa voluble y engañosa que se llama felicidad, algo que viene y se va en el momento más impensado. Pero lo peor no había pasado todavía.

Su hermosa hija quizás había cumplido doce años y andaba en compañía de un grupo de amigos cuando los atacó y mordió un perro con la rabia, un perro que mordió a varias personas y creó un pandemonio, una especie de locura colectiva qué se apoderó del lugar. Nadie sabía que hacer, si acaso había algo que hacer.
Corrieron rumores de que en Cuba tenían disponibilidad de la vacuna, alguien se puso en contacto por vía telegráfica con las autoridades sanitarias de ese país, pero los rumores eran infundados y todos los esfuerzos resultaron inútiles. Finalmente los médicos ayudarían a morir piadosamente a la niña y a los demás infectados para evitarles los horrores de la enfermedad en su etapa más avanzada. Uno de los que había sido mordido se salvó porque se aplicó, según se dice, un hierro caliente en la herida.

Mamabuela se derrumbó y no volvería a levantarse en muchos años, y nunca se repondría de la pérdida de su hija. Bachicha perdió la razón, aullaba como un loco, bebía como un loco y no duró un año vivo.

Poco tiempo después de la tragedia, que conmovió hasta los tuétanos a la gente del lugar, ocurrió una catástrofe que dejó a la mayoría de los habitantes de Samaná en la calle. Un incendio apocalíptico, que se inició probablemente en un almacén de copra, consumió el pueblo, casi todo el pueblo, con excepción de algunas casas y de la iglesia evangélica, la llamada Chorcha. Pero el incendio tuvo peores consecuencias: provocó el éxodo de los principales comerciantes y empresarios y el hundimiento de la economía. La aldea no volvería a tener su antiguo lustre.

Mamabuela quedó devastada, arruinada, prácticamente desamparada. La mayor parte de las cartas que le había dado la vida estaban envenenadas y sus fuerzas se habían agotado. Siguió viviendo, por el amor del hijo y de la niña adoptiva, a fuerza de pura voluntad.

Muchos años después se iría a vivir al caserón de madera de su sobrino, el contable, el que se había casado con Asunción, su hija adoptiva. Allí se instaló o la instalaron cómodamente en una habitación que daba al patio, con todos sus santos y reliquias, y alguna vez sembró cerca del aljibe una mata de higo que cuidaba con amor de madre y que muy ocasionalmente daba frutos. Unos frutos escuálidos, cuando no un solo fruto, que nadie se atrevía a tocar.

A la muerte del sobrino se convirtió en una figura tutelar. Se convirtió en Mamabuela, se dedicó definitivamente a sus sobrinos nietos. Adoptó los hijos de su sobrino, de todos sus sobrinos, y los hijos la adoptaron a ella y la llamaron Mamabuela, la abuela que no tuvieron.

Coser y trabajar en el cuidado de los niños era su mejor distracción. Pero además tenía tres vicios, fumaba cigarros, leía novelitas e iba al cine casi todas las noches. El cine fue para ella un amor a primera vista. Desde los inicios del cine mudo comenzó a visitar las salas de exhibición, que en su mejor época llegaron a ser tres. El Peravia, el Juanita, el Carmelita.

En sus mejores tiempos hacía vestidos y cubrecamas y manteles y paños de mesa con retazos de tela, con sobrantes que el sastre Andrés desechaba y con una paciencia artesanal durante meses.

Cuando reunía suficientes piezas daba por terminada la faena, se ponía sus mejores galas, un vestido austero que ella misma había confeccionado, cogía un carro o una guagua para la capital y no regresaba hasta vender la mercancía, con suficiente dinero para solventar todos sus gastos.

Después, cuando la vejez le fue quitando poco a poco las fuerzas, se recluyó en su habitación, de donde sólo salía para orinar en la cuneta de aguas diáfanas y visitar la planta de higo. Su vida se pobló entonces de fantasmas familiares, hablaba con sus santos, con sus tantos difuntos, con la pléyade de ánimas benditas que la frecuentaban a todas horas y sollozaba algunas veces. El único con el que no hablaba ni se se encontraba ni volvería a hablar ni a encontrarse en este mundo era el marinero ahogado que se paseaba por todas las habitaciones con su uniforme de marinero genovés. Eso no cambiaría, eso ya lo sabía. Ni la vida ni la muerte tenían secretos para ella ni le aguardaban más desgracias ni dolores. Pero le tenía un miedo terrible a los catarros y resfriados.
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Una vez mi padre me contó que vio a su madre llorando. La hacía llorar una señora italiana de edad avanzada que le decía cosas que no alcanzaba a entender, pero su madre lloraba y él odió en ese momento a la anciana italiana que hacía llorar a su madre catalana. Pero no podía explicarse por qué lloraba su madre. Lo sabría después, muchos años después, cuando conoció la historia que le contaba a su madre la señora italiana que llamaban Mamabuela.

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