A Francia el arte le sirvió de maquillaje al desvío que sufrió la Revolución de la Comuna cuando los franceses colonizaban

Ya para 1932 París estaba totalmente recuperada de los desastres de la l Guerra Mundial (1914-1918). Recuperado el orgullo, la vanidad y olvidada la psicopatía guerrera que dejó tantos muertos, tantos jovencitos, enviados como si fuese el goce del fanático del toro o del boxeador.

La cara de París, colorida y alegre, gracias a los pintores malditos y a las chicas del can-can, recibió con una sonrisa al sastre Kaminsky, a su niño de 7 años y a la madre. Para Adolfito no había una gran diferencia entre Buenos Aires y la Capital mundial del Arte cuando la última calle estaba allá, en el Moulin de la Gallette después del Moulin Rouge donde ellos correteaban en campos de repollos y papas.

A Francia el arte le sirvió de maquillaje al desvío que sufrió la Revolución de la Comuna cuando los franceses colonizaban, con la peor crueldad, si es que hay escala, a toda África.

Ese maquillaje de libertad tapó bien o escondió, debajo de la alfombra, aquella desviación que fue el sustento para colaborar con los nazis ocupantes de 1940.

Con 15 años, Kaminsky se fascinó por la Química que lo llevaría a la fotografía lo que consiguió con la calidad que daba el revelado y que él perfeccionó observando a los maestros, desde Nadar, y estudiando las luces, tinieblas y oscuridad. Ya jovencito tenía la cara de científico con lentes fondo-de-botella y ojos abiertos como linterna de mina.

Esos contrastes en blanco y negro, una vez dominados, le dieron el toque mágico a sus retratos y escenas callejeras.

La tintorería de un tío le enseñó a manejar las manchas de todo tipo, esas que creían que, pegándose a un vestido o una camisa cara, se quedarían. Kaminsky sabía perfectamente cómo esfumarlas sin el mínimo daño ni desgarre del tejido.

Las destilerías y viñeras no alcanzaban el ritmo de los festejos cotidianos con la euforia de las cancaneras y el arte medalaganario de Picasso, Pascin, Derain, Picabia, Staël…

Hasta que llegaron los “boches” o nazis con cara de odio, ropa de odio, gestos de odio… odio que sembraron en el cerebro de la juventud alemana desde el resentimiento y el espíritu acomplejado de un psicópata con delirio de grandes que lo calculó todo en un año de prisión y que él concentró en un libro que se convirtió en la máxima teoría de la maldad: “Mein Kampf”. Muchos tradujeron el título del libro de Hitler como “mi lucha”, cuando en realidad da más para “mi venganza”. No duden que en cualquier momento le den un homenaje póstumo y hasta lo incluyan en alguna Academia de la Historia por ahí.
Esta venganza no era contra los judíos, ¡Atención!, era contra la humanidad toda y una de las primeras víctimas fue, “casualmente”, la madre de Adolfo Kaminsky quien caminaba con la normalidad de un ser viviente por los alrededores de la rue de Saints Pères con el Boulevard St Germain y a tres cuadras de la Escuela Superior de Bellas Artes. Ese fue el último pedazo de París que ella vio desde el camión militar que la separó de la vida.

No todos los franceses aplaudieron y se sumaron a Petain para servirle de alfombra a la bota nazi. La Resistencia se armó en toda Francia cuando el General de Gaulle coordinaba en el exilio con los “aliados” la derrota del invasor.

Y fue esa resistencia la que venció a los alemanes en Francia, ¡OJO! Cuando estos huían como perdices perdidas de los rusos. Una historia mal contada y retorcida en pantallas de cines.

Esa crueldad manifestada en el humano, que no tiene nada que ver con el Demonio, domina la mente en las pobrezas, maltratos y desamor cuando la niñez se convierte en una lucha por la supervivencia. Esa avería mental la aprovechan seres podridos de odio que los envenenan aún más y los empujan contra UN CULPABLE inventado. Siempre hay un culpable para manipular al ignorante y miserioso que no tiene nada que perder. ¿Las maras salvadoreñas?

Los salvajes indios, los salvajes negros, los salvajes amarillos (orientales), los terroristas árabes o musulmanes, los comunistas… los satánicos todos representantes del mal. Todo para justificar la expansión del dominio.

Kaminsky se unió a La Resistencia, su cara de inocente y su serenidad le permitieron caminar en el París ocupado sin que ningún soldado se diera cuenta que su bulto escolar llevaba un paquetón de carnets falsificados para borrar nombres judíos y salvarlos de los campos de exterminio como el de Dranzy donde fue asfixiada con gases letales, su madre en 1943.

El sótano de la casa 17 en la Rue Saints-Pères, era su laboratorio donde Kaminsky, sin nadie a su lado, preparaba miles de documentos de identidad tan perfectos que hasta los nuevos portadores se creyeron reencarnar en los nombres franceses que Kaminsky les daba, copiados al azar, y haciendo combinaciones, de una enciclopedia de historia.

El ácido láctico borraba sellos condenatorios y de su velocidad, de 30 documentos por hora, dependía la vida de cientos de seres condenado por la maldad y la irracionalidad.

Una vez derrotado Hitler, fusilado Petain e instalado de Gaulle, él siguió captando imágenes en fotos del rastro y el rostro de un París que nunca volvería a ser y que tantos fotógrafos nos legaron en los que no se incluye a Kaminsky aunque sí a Kiki que fue más modelo de Man Ray. Pero Kaminsky sigue la línea de calidad del propio Robert Doisneau, Cartier-Bresson, Brasaï o Louis Vert. Él continuó con su laboratorio dándole identidades “pas possible” o imposibles a espías, necesarios para inspirar novelitas policíacas de mala muerte.

Colaboró con el Frente Argelino de Liberación a los que donó más de cien millones de francos falsificados, contra la colonización, hasta que el mismo de Gaulle retiró a los últimos señoritos engreídos y abusadores.

Cuando lo quisieron reclutar para la guerra en Indochina, con una orden de detención, tocaron su puerta.
Apareció en silla de ruedas frente a los intrusos y les mostró, su carnet de identidad a nombre de Jean Pierre Dupont, un paralítico como lo indicaba la última línea.

  • Él ya no vive aquí, respondió con la misma calma con la que repartía, de niño, esos mismos carnets. l

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