El Carnaval tiene su historia y personajes, y con el mismo, los elementos que marcan cada época

No hay fiesta, en este país más alegre y popular que el carnaval. Ni los desfiles de los equipos de pelota ganadores al final del torneo, ni el carnaval de la campaña electoral, y menos la de Tatica, la patrona.

Si bien somos ese país, que lleva con orgullo a sus padres fundadores y a sus héroes restauradores, la verdad es que ni siquiera las fiestas religiosas tienen la integración de la gente como el carnaval.

Quedan por ahí religiosos fanáticos que no entienden nada de la cultura dominicana, que pretenden hacer un lío para eliminarlo. Igual como han sacado importantes obras de arte de colecciones, porque en ellas hay elementos “demoníacos”, como si estuviésemos en la época de Girolamo Savonarola y Tomás de Torquemada, en la Inquisición española.

Necesariamente hay que referirse a Dagoberto Tejeda como el gran apasionado y teórico del folclor carnavalesco. Es él quien más ha hurgado por todos los rincones para convertirse en referencia obligatoria sobre el tema.

En Santiago, la muchachada disfrutó de las persecuciones de lechones con sus vejigas, unas carreras que en ocasiones hacían recordar aquellas fiestas de San Fermín en Pamplona, Estado español, donde unos cuantos toros de chifles afilados recorren el pueblo tras unos provocadores vestidos de rojo. Bastaba en cualquier pulpería vocear “lechón cuajao” para que el disfrazado corriera detrás de uno hasta que nos escapábamos por los callejones y quinto patios del barrio.

El carnaval de los años 70 mantenía todavía la misma tradición de dos grandes grupos: joyeros y pepineros. Luego se agregó Pueblo Nuevo.

Esta fiesta no cayó del cielo: llegó con los primeros extranjeros, ya que los habitantes originarios no hacían carnaval. En nuestro país, proviene de los españoles y los africanos, de su sincretismo. De hecho, aunque no se ha establecido con certeza ni se le ha dado el carácter propiamente de carnaval, los desfiles a caballo del clérigo Álvaro de Castro (en 1514) en que se enaltecía el valor de los cristianos contra los moros esboza lo que más luego serían las fiestas de la carne, días en que la Iglesia daba permiso a los feligreses para que se “alocaran”, se emborracharan, asumieran la libertad de “hacer y deshacer”, sin que nadie fuese reconocido por las caretas usadas.

En esos días se esconde la rigidez y la decencia para darle rienda suelta al espíritu. La hipocresía se pone careta de gallina, los puritanos llevan tetas postizas, la chiquillada encuentra en la calle un delicioso teatro cómico para divertirse.

A principio del siglo pasado se celebraba el carnaval en la élite santiaguesa. José Martí disfrutó en su última visita en 1895 de unos personajes como la Tarasca brindando con ron Bernal.

De la “Culebra de San Blas” pasamos a los lechones que en 1906 influyeron a los veganos a crear un sello: el Diablo Cojuelo.

Los cubanos que huían de las guerras se instalaron en La Vega y La Culebra se convirtió en comparsa San Juan.

• Que la culebra se murió
• Calabasón, son, son
• ¡Sángala muleque! (aguardiente muchacho)

En esa continua celebración se fueron agregando personajes. Nicolás Den Den, imitando un oso que se le quedó a un circo; el muñeco que carga al dueño a “calito mé” ; los tiznaos embarraos de aceite con carbón; los indios; los galleros y otros que deambulaban la calle confundiéndose con el resto: Memé, Bobadilla, Busuco, Nino, Cucharimba…

De los careteros pioneros hay que mencionar a Joaquín de Pueblo Nuevo su madre “mama Lola” y la hija de esta, Linda, quien a su vez es la madre de Anyelo Careta, ganador de muchísimos premios en los concursos del Ministerio de Cultura.

Cuenta Democles, fotógrafo de Tamboril, que el jovencito Obdulio era un buen tamborero y que quería entrar en el grupo de macarao de Tamakún, pero este se negaba porque el picoteo era repartido entre sus integrantes y no querían más miembros.
Debido a la insistencia, Tamakun cedió y le hizo la careta a Obdulio y, como era tuerto, se la hizo con un solo ojo. Solo que el ojo tapado no correspondía al dañado del muchacho. Pero este, para no crear problemas, aceptó la careta y se la puso para andar dando tumbos. Cuando se dieron cuenta, ya el nuevo macarao llevaba varios “matazos” en las cunetas y aceras hasta que finalmente le abrieron el hoyo para que pudiera ver.

Uno de los personajes más importantes es Robalagallina, el que tiene su origen en La Vega durante la ocupación haitiana y siendo gobernador el general Plácido Le Brum quien ordenó que se embarrara de miel y llenara de plumas a un soldado haitiano que se había robado una gallina y que fuera paseado por las calles como escarmiento a futuros ladrones. Esta es una versión inequívoca del historiador Jovino Espínola Reyes.

De los primeros disfrazados se cuenta a José Francisco Moreno, Pachico, entre 1920 y 1930. Llevaba sombrilla vieja y se disfrazaba de mujer. Ramón Nova, con gafas oscuras, un macuto, un bastón y una sombrilla. En 1956, cuenta Dago, que Bolívar Capellán con traje de pluma y careta de gallina, llevaba una sombrilla nueva. Otros dicen que Robalagallina es de origen haitiano (Jacmel). José Datt es el más conocido de esta influencia en los carnavales de Montecristi.

Mochila, Andrés Rafael Gómez, de los Ciruelitos por los lados del burdel de Zoila, un plomero del hospital Cabral y Báez, dejó una secuela tanto en su hermano, Rafael Andrés, como en su hijo Sergio o Mochilita. Se destacaba la originalidad en sus aretes de ajíes, sus collares de berenjena y su macuto lleno de mentas.

Hoy son muchas las comparsas que se integran al carnaval. Entre ellas, “Los piratas de la bahía” de 10 niños, 10 muchachas y 10 jóvenes dirigidos por Fary Pereyra de Pueblo Nuevo. Los Hijos de Vargas dirigida por su hija Elizabeth Rodríguez, los Gringuianos del Ciruelito, los Astros, los Capitanes, Los Pepineros, los Tuareg de José Castillo, los Carnavaleros de los Jardines.

Aunque el comercio ha influido, quitándole democracia, como dice Dago, hay un carnaval colorido que confunde, donde no se sabe si lo más importante es la cerveza del patrocinio o el carnaval mismo. Muchas cosas podrían mejorar si se le diera participación a los protagonistas, o sea, a los careteros y a los carnavaleros junto al Ministerio de Cultura y el Ayuntamiento. No puede crearse una dinámica que le quite la espontaneidad a esta fiesta, y los apoyos económicos deben llegar directamente a las comparsas sin intermediarios dudosos.

De esa evolución de hoy hay que destacar el despliegue de lujo exuberante de los trajes del más conocido de los Robalagallina: Raudy Torres. El Robalagallina de Raudy no tiene nada que ver con el original, aquel destartalado personaje cómico que agarraba cualquier vestido viejo de la abuela, tacones y unos rellenos en las nalgas y tetas. Raudy es más orgullo gay que carnaval, y vale. Muchos de los trajes de Raudy han sido confeccionados por Vitico Erarte y hasta Oscar de la Renta le hizo uno en una ocasión, para darle una connotación brillante y moderna.

Mariano Hernández es sin duda el fotógrafo del carnaval dominicano. De él son algunas de las fotos que acompañan este artículo, como lo hicieron en los más importantes libros de Dagoberto.

¿Qué le falta al carnaval de Santiago? A pesar de que en el Palacio Consistorial existe un salón, la mitad de la sala Izquierdo, dedicada al carnaval, se necesita crear el Museo del Carnaval de Santiago, espacio que en cierta manera cumplía el rol el Museo de Tomás Morel. Hasta ahora, solo Lincoln López se ha interesado en ese proyecto.

Cada domingo de febrero, las calles de Santiago se visten de colores y de alegría con su Carnaval. La calle Las Carreras y el Monumento son escenario de dicha fiesta que cuenta con el apoyo de la gente y mucha cerveza.

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