Introducción

En este mes de mayo que ya culmina, el corazón de la Iglesia late con especial ternura hacia María, la Madre de Dios. Mayo, tradicionalmente consagrado a Ella, se viste de flores, de cantos y de todo nuestro amor filial hacia Ella. Así como el jardín florece con la llegada de la primavera, también el alma cristiana se embellece al contemplar a María, la flor más pura y delicada que Dios hizo brotar en la tierra. A ustedes, mis lectores, quiero invitarles a mirar a la Virgen como una flor, única en su belleza, fragancia y misión, que adorna el campo de la historia de la salvación y perfuma nuestras vidas con su amor maternal.

Aquí les presento siete aspectos que nos ayudan a contemplar a María como una flor elegida por Dios para embellecer el mundo y conducirnos a Cristo.

1-María, flor escogida desde la eternidad
Antes de que existieran los campos y sus flores, antes del primer amanecer de la creación, Dios ya había pensado en María. En el corazón del Padre eterno, Ella era la flor reservada para la plenitud de los tiempos, la joya más delicada que brotaría en la tierra para ofrecer al mundo el Fruto bendito de su seno. Su elección no fue casual, ni tardía: fue un acto de amor eterno. Así lo proclama la Iglesia al confesar su Inmaculada Concepción. Ella es la flor sin mancha, preservada del pecado original, para ser digna morada del Verbo. En un mundo herido y agrietado por la caída, por el pecado, brota esta flor nueva, no como una más del campo, sino como el lirio entre espinas, como un signo de esperanza y de promesa cumplida. María no solo es la flor de Dios; es también el principio de una nueva primavera para la humanidad.

2-María, flor que florece en el silencio
Las flores no hacen ruido al crecer. Así también María vivió su vocación: en el silencio fecundo de quien se sabe habitada por Dios. Su historia no se impone con gestos espectaculares ni palabras altisonantes. Su grandeza se manifiesta en su disponibilidad serena, en su capacidad de escuchar y acoger, en su discreción llena de profundidad. Desde el anuncio del ángel hasta el Gólgota, María fue flor que creció a la sombra del misterio, sin buscar protagonismo, pero siempre presente. En Nazaret floreció la obediencia; en Belén, la ternura; en Caná, la intercesión; y al pie de la cruz, la fidelidad absoluta.

En su silencio, María nos enseña que las almas más fecundas no son siempre las más visibles. Son aquellas que saben esperar, confiar y perseverar en Dios. En un mundo saturado de palabras y ruido, María es la flor silenciosa que nos recuerda continuamente que la vida espiritual crece en la intimidad con el Señor.

3-María, flor de pureza
Toda flor tiene su fragancia. María, por su pureza, es el perfume más grato que se ha elevado al cielo. La tradición cristiana la ha comparado con el lirio por su blancura, con la rosa por su amor, con la violeta por su humildad. Su alma inmaculada, adornada con las virtudes más sublimes, irradia la belleza que brota de una vida completamente entregada a Dios. En Ella no hay sombra ni egoísmo, sino una transparencia que refleja la luz del Altísimo. Y como toda flor perfuma incluso a quienes no la ven, así María embellece la vida del cristiano que, sin conocerla del todo, experimenta su ternura y su cercanía.

Su perfume es consuelo para los afligidos, fortaleza para los débiles, esperanza para los pecadores. Quien se deja envolver por su fragancia, comienza a desear también la pureza del corazón y la dulzura del amor. María, además de hermosa, es santificadora. Ella es el “buen olor de Cristo” que nos atrae hacia lo alto.
4-María, flor que no vive para sí, sino para dar fruto

La flor no existe como un fin en sí misma, sino como anuncio y promesa de un fruto. María, en su plenitud de gracia, no vivió centrada en sí misma. Toda su belleza fue camino hacia Cristo. Su virginidad fue fecunda; su sí al ángel fue semilla de salvación para el mundo. En Ella, la flor y el fruto se abrazan: es la flor que da al mundo el Salvador. Y no solo en la Encarnación, sino también en su vida cotidiana, María fue fecunda en obras, en virtudes, en servicio.

En Caná, al percibir la necesidad, su intercesión dio lugar al primer signo de Jesús. En la cruz, su dolor se convirtió en maternidad universal. Jesús nos la entregó como madre de todos. En Pentecostés, su presencia animó a la Iglesia naciente.

María, pues, nos enseña y recuerda que la belleza cristiana no es estéril, es fecunda; que la gracia es impulso misionero. Ella es la flor que, al dar fruto, se convierte en árbol de vida para la humanidad.

5-María, flor que nunca se marchita
Toda flor, por más bella que sea, está destinada a caer. Pero María, por gracia de Dios, fue preservada de la corrupción. Elevada al cielo en cuerpo y alma, Ella permanece viva, gloriosa, joven. Es la flor que nunca se marchita porque fue totalmente fecundada por la Vida eterna. Su Asunción no fue una evasión del mundo, sino la promesa cumplida de lo que esperamos alcanzar nosotros.

María está viva, y su presencia es constante en la vida de la Iglesia. Ella camina con nosotros, nos cuida, nos guía. Como flor inmortal, sigue derramando su perfume en cada rincón donde se le invoca con amor. Ella es, en cierto modo, el primer brote de la primavera eterna que esperamos vivir en el cielo. Y mientras tanto, sigue siendo para nosotros modelo y refugio.

6-María, flor que crece junto a la cruz
Ninguna flor crece sin sol, pero tampoco sin lluvia. En la vida de María hubo gozo, sí, pero también sufrimiento. Ella floreció en la alegría de la Anunciación y en el regazo de Belén. También al pie de la cruz. Allí, en el Gólgota, cuando todo parecía marchitarse, María se mantuvo firme. Era la flor que no se doblaba ante el viento del dolor, ni se cerraba ante la noche del abandono. Como flor plantada al borde del abismo, María enseñó a florecer en medio del sufrimiento. No se rebeló, no huyó, no cayó en la desesperanza: se ofreció.

Así, María floreció incluso en el Calvario, y de ese dolor nació su nueva maternidad: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27).

7-María, flor que embellece la liturgia de la Iglesia
Desde los albores del cristianismo, la figura de María ha estado presente en la oración litúrgica del pueblo de Dios. Ella es flor que adorna el altar, que inspira los himnos, que ilumina las fiestas. En la Liturgia de las Horas, en el canto del Magníficat, en las letanías del rosario, en cada advocación mariana que brota del corazón creyente, María está presente como flor viva que embellece el culto. No es adorno superfluo, es parte vital del misterio celebrado. Donde está María, la liturgia se vuelve más tierna, más plena, más humana. Ella, con su sencillez, nos enseña a alabar, a acoger los dones de Dios; y nos conduce, sobre todo, a la Eucaristía, donde florece el verdadero Jardín de la vida eterna. María es flor que adorna el templo y, más aún, lo personifica, porque Ella es el primer sagrario viviente, el verdadero tabernáculo del Altísimo.

Conclusión
CERTIFICO que esta reflexión la he realizado pensando en María, y meditando sus dimensiones como flor que adorna el mes de mayo y todo el año.

DOY FE en Santiago de los Caballeros a los treinta (30) días del mes de mayo del año del Señor dos mil veinticinco (2025).

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