En tiempos en que lo inmediato parece devorarlo todo, el arte resiste. Sin hacer mucho ruido, en silencio. Con imágenes que no pretenden agradar, sino acompañar. Con formas que invitan a pensar y fluir. Hay algo profundamente humano en esa quietud que muchas obras nos ofrecen: una pausa en medio del vértigo.
La práctica artística, en sus múltiples lenguajes, se ha vuelto un refugio para quienes buscan sentido más allá de la prisa. Ya no se trata solo de crear belleza, sino de convocar otras formas de estar, de ser, de mirar, de sentir. Y eso es, quizás, lo más revolucionario que puede ofrecer hoy un artista: la posibilidad de detenernos.
Cada vez valoro más las obras que no se explican, que no saturan de referencias, sino que simplemente están. Las que parecen emerger desde una experiencia interior auténtica, sin necesidad de artificios. Porque el arte no siempre tiene que contar grandes historias; a veces basta con que nos devuelva a nosotros mismos, con que nos recuerde que también somos materia sensible.
En ese gesto mínimo: un trazo, una textura, un vacío… se convierte en un torbellino de emociones. En ese sentido, mirar arte es también un ejercicio de resistencia: contra la distracción, contra el olvido, contra la desconexión, porque el arte es un potenciador de momorias, de emociones, un medio para confirmar la existencia.
Y es allí donde la crítica también encuentra su lugar: no para imponer significados, sino para acompañar lecturas, abrir preguntas, compartir perplejidades. Como quien conversa frente a una obra y se permite no saberlo todo, pero sí sentirlo todo.
Porque el arte no siempre tiene respuestas. Pero en su misterio, en su pausa, en su silencio… puede enseñarnos a escuchar. Se trata pues de ponernos frente al cuadro como decía mi maestro Oscar Morriña y dejarnos seducir por los fundamentos de la forma, abrir y cerrar los ojos hasta conectar con la esencia del arte y con nosotros mismos.