En el París renacentista, el que describe Víctor Hugo en Nuestra señora, no sólo había luz sino también mucha oscuridad y muchas cosas tenebrosas. En la ciudad de Roma uno puede leer por las calles una historia de dos mil setecientos y tantos años, pero el París del siglo XV era pura magia, una especie de conjuro donde se habían reunido todas las cosas bellas del mundo y algunas de las más apestosas. Había, en efecto, en algunos barrios de la ciudad luz, entre los más sórdidos espacios laberínticos de la inmensa urbe, mucha oscuridad y mucha mierda. El milagro en esos lugares era cotidiano. Nada más entrar, los ciegos veían, los tullidos volvían a caminar, las llagas y pústulas más horrendas desaparecían. Eran lugares donde malvivía —en comunión con la mugre y las ratas y los piojos y las pulgas, el crimen y la promiscuidad— lo más granado de la escoria social, el lumpen proletariado urbano. Es decir, mendigos y ladrones y asesinos a granel, prostitutas y bandoleros de toda clase, multitud de niños que aprendían desde la más tierna edad a “buscarse” la vida. Eran lugares temidos por la mayoría de la gente, pero también por las mismas autoridades. Allí no tenían vigencia las leyes y las normas por las que se regía la sociedad de la época. Tenían su propio gobierno, sus propios tribunales y reglamentos y la justicia era siempre expedita:

“Ya vimos las evidencias, / Se les ha encontrado inocentes, / es el peor crimen que hay. / ¡A la horca se van!”.

Al lugar le llamaban poéticamente Corte de los milagros, pero había más de uno, quizás unos doce en total en el París de esa época.

Un historiador francés llamado Henrí Sauval describe uno de ellos como “un gran callejón sin salida apestoso, fangoso, irregular y sin pavimentar” donde “todos vivían en gran libertinaje; nadie tenía fe ni ley, y el bautismo, el matrimonio y los sacramentos eran desconocidos”.

“Consiste en un lugar de gran tamaño y un gran callejón sin salida apestoso, fangoso e irregular, que no está pavimentado. Anteriormente se limitaba a las últimas extremidades de París. En la actualidad (bajo el reinado de Luis XIV), se encuentra en una de las zonas más pobres, sucias y remotas de la ciudad, entre la rue Montorgueil, el convento de Filles-Dieu y la calle Neuve-Saint-Sauveur, como en otro mundo. Para ir allí, a menudo es necesario desviarse por pequeñas calles traviesas, apestosas, desviadas; para entrar, hay que bajar una pendiente bastante larga, tortuosa, escarpada, desigual. Vi allí una casa de barro, medio enterrada, tambaleándose con la vejez y la decadencia, que no tiene cuatro puntas cuadradas, y donde, sin embargo, alberga a más de cincuenta hogares acusados de una infinidad de niños pequeños legítimos, naturales o robados. Me aseguraron que, en esta pequeña casa y en las otras, vivían más de quinientas familias grandes amontonadas. Por muy bueno que haya sido este tribunal, antes lo era mucho más. Por todos lados, estaba rodeado de casas bajas, hundidas, oscuras, deformadas, hechas de tierra y barro y todas llenas de pobres “.

A un sitio como ese había llegado Pierre Gringoire y en manos de esa gente, para su desgracia, había caído. Y Víctor Hugo lo describe mejor que nadie, con unos tintes sombríos salpicados de humor negro:

“— Por mi vida, repuso Gringoire, que veo a los ciegos que miran y á los cojos que corren; ¿pero dónde está el Salvador?
Respondiéronle todos con una carcajada siniestra.

“Tendió la vista en torno de si el malandante poeta. Hallábase en efecto en aquella terrible Corte de los Milagros, donde jamás un hombre honrado había penetrado á aquellas horas; círculo mágico donde los oficiales del Chatelet y los soldados del Prebostazgo que osaban aventurarse en él desaparecían como arena; patria de ladrones, verruga hedionda en el rostro de París; muladar de donde salía todas las mañanas, y á donde volvía todas las noches á podrirse el arroyo de vicios, mendicidad y holgazanería, que rebosa siempre por las calles de las capitales, monstruosa colmena á donde iban á parar todas las noches con su botín todos los zánganos del orden social; mentido hospital á donde el gitano, el fraile tuno, el estudiante perdido, los pillos de todas las naciones, españoles, italianos, alemanes de todas las religiones, judíos, cristianos, musulmanes, idólatras, plagados de llagas postizas, mendigos durante el día, se transformaban de noche en bandoleros; inmenso guardarropa, en fin, donde se desnudaban y vestían en aquella época, todos los actores del eterno drama que representan en las calles de París, el robo, la prostitución y el asesinato. Era aquel sitio una ancha plaza, irregular y muy mal empedrada como todas las de París en aquella época. Brillaban en ella de trecho en trecho algunas hogueras, en torno de las cuales hormigueaban extraños grupos que iban y venian y alborotaban. Oíanse agudas carcajadas, vagidos de chiquillos, gritos de mujeres. Las manos y las cabezas de aquella multitud, negras sobre el fondo luminoso, formaban mil diabólicos perfiles; de vez en cuando veíase pasar sobre el suelo en que temblaba la luz de las hogueras entre inmensas sombras indefinidas, un perro que parecía hombre, un hombre que parecía perro. Los límites de las razas y de las especies parecían confundirse en aquellos sitios como en un Pandemónium: hombres, mujeres, animales, edad, sexo, salud, enfermedades: todo era dote común á aquella gente; todo iba junto, mezclado, confundido, apiñado; cada cual participaba de todo.

“El vacilante y mezquino reflejo de las hogueras permitió á Gringoire distinguir, á pesar de su turbacion, alrededor de la inmensa plaza un asqueroso ceñidor de casucas viejas, cuyas fachadas sucias, descascaradas, desmirriadas, feas, con una ó dos ventanillas iluminadas cada una, le parecían en la sombra enormes cabezas de viejas formadas en círculo, monstruosas y acorchadas, que miraban el sábado guiñando los ojos.
“Parecía aquello un nuevo mundo, desconocido, inaudito, disforme, reptil, fantástico.

“Cada vez más sofocado, cogido por los tres pordioseros como por tres tenazas, atronado por una infinidad de caras que ladraban y berreaban en torno de él, recurría el pobre Gringoire a toda su presencia de ánimo para acordarse de si estaba en sábado. Pero todos sus esfuerzos eran inútiles; el hilo de su memoria y de sus pensamientos estaba roto, y dudando de todo, flotando entre lo que veía y lo que sentía, asentaba en su mente esta insoluble cuestión: – Si existo, ¿cómo puede ser eso? Si eso es, ¿cómo puede existir?
“Alzóse entonces un grito general
entre la chillona turba que le rodeaba,
“—¡Llevémosle al rey! ¡Llevémosle al rey!
“—¡Virgen santa! -murmuró Gringoire-; el rey de aquí debe ser un macho cabrío!”.

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