Nicolás y yo nunca fuimos apresados en ninguno de los micromítines en que participamos. Ambos éramos zanquilargos, pertenecíamos al género zancudo, es decir, estábamos dotados de unas patas bien largas y en la huida poníamos rápidamente distancia de los temidos cascos blancos. La velocidad, sin embargo, no era todo. Entre los cascos blancos había siempre policías de la llamada secreta, policías vestidos de civil que se delataban por el bulto del arma en la cintura y teníamos que estar atentos, muy atentos. Observar los detalles antes de comenzar a vociferar y lanzar volantes, echar de inmediato a correr.

Regresábamos a veces a pie, sudorosos y jadeantes a la universidad y nos enfrascamos en cualquier otra actividad subversiva o asistíamos a clase. Por extraño que parezca, el quehacer político no nos impedía ser buenos y cumplidores estudiantes

Pero tanto Nicolás como yo estudiamos química por equivocación, por falta de opciones. Yo me sentía atraído por los estudios humanísticos, por la literatura y la historia y el arte, y a Nicolás le apasionaban las artes gráficas. A la larga, ambos abandonaríamos la carrera de química para entregarnos a nuestras respectivas devociones… En cambio la carrera de agitadores nunca la abandonamos. Eso también era una vocación, una devoción.

Nicolás me sorprendía, sobre todo durante las primeras semanas de haberlo conocido, por su conocimiento de lo que tuviera que ver con técnicas de impresión y propaganda, incluyendo el uso del mimeógrafo y la serigrafía, el complicado y engorroso arte de la serigrafía.

El mimeógrafo, un invento de Edison, que fue perfeccionado a finales del siglo XIX por la empresa AB Dick, jugó en la historia un papel revolucionario. Era una especie de imprenta, un duplicador manual que se usó en oficinas y escuelas y se usaría en todo tipo de escondrijos, en las más difíciles condiciones de clandestinidad y en casi todos los países para combatir a tiranos y tiranías.

En un mimeógrafo eléctrico de la facultad, un AB Dick, imprimíamos frecuentemente volantes y también un adefesio que llamábamos periódico: «El TNT». Nicolás conocía todos los trucos necesarios para imprimir en el voluble aparato. De hecho, Nicolás me enseño a usarlo, si acaso alguna vez aprendí. A mi siempre me fue imposible usarlo sin embarrarme de tinta y no me gustaba el olor.

En una ocasión se nos encargó la tarea de imprimir cientos de volantes para distribuir a mano y arrojar desde las azoteas, y también letreros conmemorativos para pegar de noche con almidón en vísperas del 1 de mayo de 1964. El Triunvirato, sin embargo, se adelantó a nuestros planes y militarizó la ciudad desde finales de abril. Se puso difícil repartir volantes y no había modo de pegar letreros en cantidades suficientes para que se notaron. Además, los pocos que lograban pegarse serían eliminados diligentemente al poco tiempo.

Nos pusimos entonces a elucubrar… En un principio pensamos en fabricar globos de aire caliente para esparcir los volantes sobre pueblos y ciudades, pero la idea fue de inmediato descartada. Era en exceso romántica, amén de impracticable. Se repartirían a mano, como de costumbre.

El problema de los letreros se resolvió de una manera más original. No recuerdo si fue Nicolás o José Casanova o quizás ambos los que idearon lo del nitrato de plata. El hecho es que sustrajimos un frasco de nitrato de plata del laboratorio de química, lo diluimos en agua y nos valimos de unos envases flexibles de desodorante para fabricarnos unos pinceles rudimentarios. Envases de desodorante con nitrato de plata y algodón o tela en la boca del envase. Los lugares escogidos para pintar los letreros fueron los bancos de los parques porque las paredes de las casas eran muy porosas y hubieran consumido el nitrato en poco tiempo. Nos sentábamos, pues, distraídamente en los bancos de los parques, incluso en la cercanía de guardias y policías y escribíamos las consignas. Nadie notaría nada hasta el día siguiente, cuando el sol oxidara el nitrato y el letrero resultara visible.

Las portadas de algunos diarios de la época trajeron fotos de los letreros que habían aparecido como por arte de magia frente a los guardias y policías que custodiaban celosamente los parques y las caras de asombro y de susto que habían puesto. Nadie se explicaba el fenómeno.

Así transcurría nuestra vida universitaria, entre la actividad política y los estudios, entre la organización de micromítines y el apoyo a huelgas y los exámenes. En el fragor de la época. La fragua en la que nos forjamos y militamos.

Sin embargo, a partir del levantamiento armado (el 21 de noviembre de 1963) de los compañeros de la Agrupación política 14 de junio, la represión arreció, el fuero universitario fue violado en un par de ocasiones y después fue prácticamente suprimido y la universidad dejó de ser segura.

A partir de entonces empezamos a reunirnos y a conspirar en la casa de Nicolás o, mejor dicho, en la casa de su madre, la inolvidable viuda Pichardo. Carmela Vicioso Pichardo. La casa de la calle Santomé 48, frente al Hospital Padre Billini. La misma casa y la misma mujer que describiría muchos años después en mi novela «Uno de esos días de abril»:

“La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en ciernes. Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo».

Lo que nunca supe, hasta una época reciente, es que la empinada escalera de metal, quizás de acero, había pertenecido al Memphis. Es decir, al prepotente acorazado Memphis que daba apoyo a la primera intervención militar usamericana en el país. Es decir, el mismo acorazado intrépido que el martes 29 agosto de 1916 naufragó al ser arrojado por una patriótica marejada contra los arrecifes del malecón de Santo Domingo, a poca distancia de la casa de los Pichardo.

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