En cuanto se produjo el avance de los tanques y la infantería del CEFA sobre el Puente Duarte, los feroces cascos blancos que patrullaban la ciudad intramuros entraron en acción. Habían estado rondando durante unos días, desplazándose amenazantes entre los manifestantes a bordo de las llamadas perreras antimotines, manteniendo una supuesta neutralidad, hasta que recibieron la orden de abrir fuego.
Casi al mismo tiempo empezó a escucharse la radio de San Isidro, la voz de las gloriosas fuerzas armadas, una emisora que parecía surgida de la nada y que anunciaba el inicio de la terrorífica Operación Limpieza.
Una voz desangelada y amenazante pedía insistentemente a la población permanecer en sus casas, no ofrecer resistencia. La limpieza contemplaba sin ningún género de dudas la eliminación de los militares insurrectos, de los perredeístas involucrados en la insurrección, de los comunistas, por supuesto, y de cualquiera que se atravesara en el camino. Un baño de sangre en toda regla era lo que se esperaba.
Cuando las unidades móviles de cascos blancos empezaron a disparar, a ametrallar a la gente que se encontraba en las calles, pensamos que todo estaba perdido, que en algún momento los guardias y los policías vendrían tocando puerta por puerta, tumbando puertas y ventanas sin ninguna contemplación.
De repente, a muy corta distancia, se produjo una balacera mucho más intensa, diferente, algo que ya no era un simple ametrallamiento, sino un nutrido intercambio de disparos, una balacera endemoniada. Poco después alcanzamos a escuchar el ruido de unos motores forzados hasta el límite, a plena marcha, y el clarísimo ulular de unas sirenas.
Ninguno de nosotros sabía en esos momentos que en las azoteas de las casas vecinas se habían establecido varios comandos armados. Uno del PSP, al mando Manolo González y González, otro con gente del PRD y algunos hombres rana y otro del 1J4.
El grupo de refugiados que nos encontrábamos en la casa de la viuda, apenas a una cuadra del lugar de los hechos, pensábamos que se estaba llevando a cabo una masacre de civiles, pero era una masacre de cascos blancos.
Una de las perreras antimotines había sido atrapada por un fuego cruzado desde lo alto de las cuatro esquinas de la calle Arzobispo Nouel con Espaillat y provocó la huida de las demás y el ruido de sirenas y motores a toda marcha. Era una huida despavorida, una estampida.
Los ruidos de disparos y sirenas se acallaron al poco rato y se produjo uno de esos silencios ensordecedores y luego un estallido, un griterío de júbilo. Salimos entonces a la calle y nos unimos a otra gente que salía como nosotros de sus resguardos, que celebraba sin saber a ciencia cierta lo que celebraba. Entonces vimos el furgón policial chamuscado y ametrallado y rodeado de curiosos. No había, lamentablemente, un fusil o una pistola a la vista. Otros se nos habían adelantado en el saqueo de las armas.
La perrera tenía tantos agujeros como un colador y solo quedaba un policía vivo. El conductor había recibido un tiro en la frente, el tiro que detuvo la marcha de la perrera, y el oficial que lo acompañaba tenía múltiples heridas y había quedado enganchado en la puerta al intentar escapar. La parte trasera parecía una morgue y nadie prestaba atención al herido. A los cascos blancos les habían disparado desde arriba y desde los lados y finalmente alguien se había acercado por detrás y los había rociado a conciencia con unas cuantas ráfagas de plomo.
El herido hablaba sin parar y proclamaba a gritos su inocencia. En aquellas condiciones parecía tan manso e indefenso que resultaba cómico y conmovedor. Un corderito. No había disparado un solo tiro, decía el angelito.
Milagrosamente, sólo tenía una herida en un muslo, pero lo estaba matando el miedo. Rogó por su vida cuando Nicolás y yo intentamos cargarlo. Era pesado en extremo el suplicante. Entonces se nos unió en la tarea Teobaldo Rodríguez, un fornido compañero del 1J4, y entre los tres pudimos llevarlo al hospital Padre Billini, que quedaba a la vuelta de la esquina. Durante todo el tiempo estuvo convencido de que los ‘comunitas’ lo íbamos a llevar a un matadero o a una sala de tortura. Lo peor fue que, cuando logramos cargarlo, soltó un chorro de sangre de la herida y me manchó media camisa. Fue mi bautismo de sangre.
Siempre temí que un casco blanco me echara mano en una manifestación y me descalabrara a macanazos, pero nunca pensé en tener sangre de casco blanco en la ropa y que la llevaría por tantos días, hasta que al cabo de una semana durmiendo en azoteas y zaguanes tomé un baño y me cambié la ropa.
Después de los sucesos de la calle Espaillat empezaron a llegar noticias desde la parte alta de la ciudad, un rumor de voces como un río, de voces que anunciaban lo imposible: las hordas de San Isidro se batían en retirada, dejando tanques y armas en manos de los rebeldes constitucionalistas. Por todas partes se escuchaban emocionados gritos de júbilo.
Cuando regresamos a la casa, Nicolás Pichardo Vicioso se sentó al piano y tocó La internacional y la Polonesa heroica de Chopin.
Al poco rato, los miembros de la comisión militar del PSP, los integrantes del comando, bajaron desde la azotea de una casa vecina al patio de la casa de la viuda. Con ayuda de Nicolás escondieron las armas en la carbonera y se marcharon. Antes de partir, Manolo Gonzáles y González, el Gallego, puso la cara más seria que tenía, la más amenazante de todas, y advirtió severamente que no tocáramos las armas, que ni siquiera mencionáramos las armas. Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento militar en Cuba y no a carajetes universitarios que podían matarse entre sí por falta de experiencia. La orden era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio, se atreva a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.
«Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el Gallego volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró carbón, como era de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metafóricamente, en las once mil vírgenes y todas las putas que nos parieron.
»Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado el asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios habíamos tomado las armas de la carbonera y habíamos formado un comando en la azotea de la panadería de Quico al mando de Valentín Giró, hijo del poeta homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez en el combate acosando a cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendían, salvo excepciones, al primer disparo, y entregaban las armas. Ya no éramos carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habíamos capturado enemigos y nos habíamos hecho dueños de más armas que las que habíamos robado al Gallego, todo un botín».