El último caudillo
(segunda parte)
Muchos consideran que la retirada o el repliegue táctico (o simplemente la huida) de Desiderio Arias a posiciones defensivas en sus tierras de Mao, a finales de abril de 1931, constituye una primera rebelión contra Trujillo. Sin embargo, lo que todo parece indicar es que el ya añejo caudillo se vio o creyó obligado a tomar el monte y las armas con el propósito elemental de ponerse a salvo del largo brazo de la bestia.

El hecho en sí constituía, por supuesto, una especie de rebeldía o por lo menos un rechazo que Trujillo no estaba dispuesto a aceptar. Por eso mandó primero una comisión a escuchar lo que Desiderio tenía que decir y luego otra comisión seguida de otra comisión. Desiderio Arias reclamaba el fin de la represión contra miembros del Partido Liberal, el fin de los desmanes del Ejército contra la población, pedía garantías para él y sus hombres y el respeto por todo lo concerniente a las libertades públicas consagradas en la Constitución. Además parecía no estar dispuesto a ceder, a transigir, a negociar en otros términos, y mucho menos a abandonar su refugio ni las armas.

Finalmente lo convencieron, quizás por obra del diablo, de reunirse con Trujillo. O mejor dicho al revés.

Con anterioridad al encuentro llegaron a Mao agentes de seguridad y militares con ropa de civil para prevenir y contener o neutralizar en la medida de lo posible cualquier movimiento de los partidarios del caudillo.

Trujillo llegó al lugar con una pequeña escolta y se reunió, en condiciones desventajosas, con el pundonoroso general y senador de la República. Por este hecho, y otros no menos ilustres, Trujillo haría que el Congreso le concediera años después una medalla al valor: La Gran Cruz del valor.

Trujillo no era valiente, pero era inteligente, observador, intuitivo. Conocía de lo que era capaz y no capaz su adversario y planificó sobre esta base una visita que no estaba exenta de riesgos, por supuesto, y pudo haberle costado (felizmente) el pellejo. De hecho lo hubiera dejado en el lugar si Desiderio hubiera hecho caso al consejo o petición de sus hombres. Pero Desiderio era (lamentablemente, en este caso) hombre de honor, de principio, o quizás pensó que matar a Trujillo era un suicidio. Quizás simplemente no sabía que ya estaba muerto en la cabeza de Trujillo.

De acuerdo a los testimonios del encuentro, Desiderio se mostró muy reservado, distante, y escuchó con desconfianza las palabras risueñas del infame brigadier. Éste no se explicaba cuáles eran las razones de su levantamiento o aislamiento, le ofreció garantías para que se reintegrara a la vida pública, le ofreció armas que le entregaría puntualmente (todas con desperfectos), casa para su esposa, cargos en el gobierno para sus seguidores. Promesas de una vida mejor en el más acá.

Los hombres de Desiderio rabiaban alrededor y ardían en deseos de hacerle justicia al indeseado visitante, se oponían tajantemente a todo tipo de arreglo. Pero al final Desiderio cedió. Dicen que él y el ofidio se abrazaron en público en el parque de Mao, que hubo aplausos, se pronunciaron discursos. Arias emitiría luego unas declaraciones guabinosas:

“… es necesario que el pueblo sepa que no hay bases ni convenios entre el Honorable Presidente de la República y yo. Nuestra entrevista fue la de dos buenos y viejos amigos en que se tocaron diversos tópicos que no dudo redundarán en beneficio de la reconstrucción nacional, en la cual el Honorable Presidente está vivamente interesado, a tal punto que recabó de mi humilde persona mi opinión y colaboración, la cual gustoso y como ineludible muestra de patriotismo le ofrecí incondicionalmente”.

A principios de mayo Desiderio se traslada a Santiago, pero allí no se sentía a gusto ni seguro . De hecho, ya no estaría seguro en ningún sitio. Trujillo lo había convencido de abandonar su refugio con el único propósito de darle muerte a la primera oportunidad que se presentara. Una muerte discreta, como la que podía propinarle alguno de sus hombres debidamente motivado, sobornado, una muerte que pareciera fruto de envidias y rencillas personales y no un crimen de estado.

Mientras tanto, la matazón en todo el territorio nacional continuaba, la carnicería continuaba con renovados bríos. Diariamente caía un opositor en algún lugar del país. Los partidarios de Arias estaban siendo asesinados o simplemente desaparecían.

Desiderio Arias tenía miedo, estaba cansado, estaba deteriorado físicamente y no tenía ganas ni bríos para emprender nuevas aventuras bélicas, pero todo conspiraba en su contra, Trujillo conspiraba en su contra y lo empujaba poco a poco al abismo, a la perdición, a la desesperación.

Finalmente no pudo más y decidió enfrentar lo inevitable. En el mes de junio de 1931 -dos meses después de haberse reconciliado en público con la bestia-, dio a conocer un manifiesto en el que se pronunció contra los crímenes, la secuela de abusos que cometía la guardia impunemente, contra el régimen de impunidad que tenía como garante al brigadier Trujillo.

Éste sería el preludio del último y forzoso levantamiento del último caudillo dominicano. Un documento que rezuma dignidad por toda su tinta, la dignidad de un guerrero vencido que no rehúye el combate en el que va a morir.

“Es necesario ser honrados y manifestar responsablemente que el 23 de febrero, no nos legó nada. Trujillo solo resucitó los odios y las pasiones, atrayendo las traiciones y el incremento del crimen, alentando los abusos de la autoridad y los excesos de poder. Los tantos asesinatos de los ciudadanos David Vidal Recio, Virgilio Martínez Reina y de su esposa embarazada, siguieron los del periodista Emilio Reyes, el de los generales Evangelista Peralta (tío Sánchez) Ciprián Bencosme, Alberto Larancuent y Buluta Pelegrín. Además se cuentan 18 fusilamientos en San Francisco de Macorís y 116 en Puerto Plata, con más de 100 en Moca.

“Todos estos crímenes cometidos por el actual gobierno han despertado en el espíritu de los hombres libres de la Republica, sentimiento de venganza ciudadana contra los engreimientos y las acciones criminales de los que detentan el poder, desmoralizando el hogar y la sociedad, saqueando indecentemente la hacienda pública y privada.

“Por todas estas gravísimas cosas, yo me confieso culpable de esta situación, toda vez que irreflexivamente favorecí la candidatura del general Trujillo, mas yo deseo hacer constar que me engañé aquella vez por tener la creencia de que un hombre joven como él estaría enamorado de la gloria personal y del bien del pueblo y de la Patria y podía merecer todo por una obra de gobierno digna de la época y propicia del momento histórico que vivía la República; tuve fe, repito, en el orgullo que pone la juventud que no se ha corrompido y creí que el general Trujillo hubiera sido capaz de hacer del país una verdadera nación organizada en donde el derecho, la justicia, el amor, la cordialidad y el respeto a la vida y a la propiedad constituyeran el patrimonio de la sociedad y de la patria”.

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