“Los mejores amigos son los muertos que escriben”

La noticia fue trágica según lo contó Carlos Ruiz: murió el Sr. Sempere, dueño de la Librería Sempere e hijo y miembro de la Sociedad del Cementerio de los Libros Olvidados. Dejó una pequeña deuda porque las pocas ganancias le daban apenas para mantener el negocio y compartir con una banda de poetuchos y supuestos escritores, que no habían escrito nada nunca, pero que el título les daba beneficios por lo menos para que ellos mismos se lo creyeran frente a un espejo.

A muchos y muchísimos les regalaba los libros y no había uno solo que él no hubiese leído. A mi me ayudó a entender que efectivamente, los muertos hablan.

¿Cuántas horas se pierden, se desperdician hablando con unos supuestos amigos que mucho vociferean y no dicen absolutamente nada? Peor aún, después de dos traguitos te repiten alguna anécdota que se le depositó en algún rincón del cerebro y que les vuelve al subconsciente, doblan a la derecha en la esquina del consciente y se encaminan por la pista de la lengua hasta chocar con tus oídos.

El mismo Carlos Ruiz, de quien me hice amigo, sin que él lo supiera, porque cogió el Expresso de Media Noche a destiempo, ha pasado 644 páginas contándome una de las historias más maravillosa, humana e inteligente que jamás me han contado: La Sombra del Viento. No hay repeticiones de borracho o de amnésico. Cuando abre su boca de páginas ordenadas por una numeración, solo la cierra cuando los párpados no pueden más, no los de él.

No conforme con la historia de Julián Carax siguió con la de David Martin en “El Juego del Ángel”. En la historia de Julián, una sola mirada de envidia, le forjó a su mejor amigo un odio y un rencor que ocupa toda la narración. Javier no soportó que Julián fuera feliz con su amor imposible y mucho menos que fuera un escritor excelente.

Julián escribía para satisfacerse, por el placer de escribir,
como todo artista. Ni la fama y menos el dinero eran sus metas.
Las barreras familiares que erigen muros e impiden el desarrollo normal de los hijos y más las hijas, se convirtieron en el Goliat que el pequeño Julián debía derrotar para liberar a su eterno amor.

Los mejores amigos vivos son los que a su vez han tenido muchos amigos muertos que siguen contando sus experiencias y sus creaciones. Con estos no tienes que hacer ni de profesor decodificador ni de siquiatra. Con ellos no se instala ni la envidia ni las malas artes de la mentira y las falsas poses… la falsa amistad.

Sin secciones de espiritismo, cada noche me visita uno que casi siempre se queda hasta que no haya llegado a la página final de su monólogo.

Hay otros que visitan y entonces eres tú quien les pide que te vuelvan a contar sus historias como los buenos cuentos que no cansan a los niños. Con el Coronel me pasa que cada vez que mi amigo colombiano me lo cuenta, por petición voluntaria, encuentro nuevas maravillas ocultas en algún rincón de su casa en el lejano Macondo.

Otro, que a pesar de sus años, nunca me niega la hermosa narración de su caballero andante y siempre le encuentro la frescura y gracia que encontré cuando me lo contó por primera vez hace ya muchos años.

Muchos amigos solo aprendieron el lenguaje efímero hablado. No contribuyeron al avance de la humanidad para decir y denunciar las vilezas que confrontamos desde siempre a las que tememos y quizás nos acomodamos. Cuando mueren son los primeros que olvidamos porque no aprendieron a hablar después de muertos. Solo el recuerdo mantiene vivo a los amigos idos por un tiempito.

Los libros son el eco de las reflexiones. Sin el fanatismo religioso y los intereses particulares comerciales cada libro debería ser una nueva luz, un avance del pensamiento como ocurría en la antigua Grecia. Con la aparición de nuevos filósofos, el mundo salía poco a poco de las tinieblas de la ignorancia. Cada nuevo filósofo, conocía a la perfección los que le precedían a los que criticaba dejando su aporte, que en la mayoría de casos era un paso adelante. Por eso hay que tener cuidado con los muertos que elegimos de amigos porque muchos no entendieron nada y mantuvieron el atraso sin nada nuevo que decir. Esos muertos que continúan hablando en voz alta en cada pueblo, son parte de su cultura. No oírles y no sumar otro capítulo a sus cuentos es parar la rueda de la Historia.

Los muertos que me hablan no me lavan el cerebro ni me piden que les aprenda de memoria. Mis muertos me divierten y me advierten de vivencias que son huellas de la humanidad y que repetirlas es de necio.

Mis muertos aciertan y se equivocan, pero no te envenenan.
Carlos, por ejemplo, me ha guiado por su Barcelona, sus calles, casonas antiguas, Gaudí, los cafés del puerto, los atardeceres con sol y con lluvia.

Te cuenta los métodos de la Policía franquista, cómo engañaban a la gente para hacerlos caer en sus trampas, cómo era su espíritu mezquino y salvaje.

A veces voy por las Ramblas y no sé si sueño o leo. Escribo y solo la falta del tacleteo de una Underwood me dice que soy yo y no David Martín que no conoció el teclado de una Apple, HP o Dell.

Las intrigas de Ruiz Zafón no se resuelven como los casos de Kurt Wallander o de Holmes, en media hora. Él va y viene sin perder el timón y la ruta de su historia, como hacen los buenos escritores.

A pesar de su saga de cuatro volúmenes independientes e interconectados, no es una receta de Almíbar Coelho, empalagosa y dirigida a engañar dogmáticos domables.

Ruiz no viene de Plutón, tiene de todo los anteriores, de Doña Agatha, del Conan Doyle, de Don Benito, pero con su propia levadura.

En fin, que, de los amigos muertos, de este Zafón no me he podido zafar.

Posted in CulturaEtiquetas

Más de gente

Más leídas de gente

Las Más leídas